Desperté
enredado en mis sábanas. Sentí frío en el pecho y los brazos, puesto que la
noche anterior me había ido a dormir sin camiseta ya que el ambiente era más
bien cálido. En algún momento de la madrugada la temperatura bajó, algo en mi
garganta me molestaba y amenazaba con arruinar el viernes que apenas comenzaba.
Mi alarma seguía sonando. Emite una musiquilla armoniosa de ésas que te hace
sentir como que has despertado en un país de hadas y en cualquier momento serán
vertidas dentro de tu boca, como primer alimento del día, jarras y jarras de
ambrosía hasta que estés radiante y listo para comenzar la jornada. Pero la
realidad es otra. En este caso el despertar no tuvo más gracia que un estiramiento
de brazos, removimiento de lagañas y la sensación de una amarga sequedad en la
boca sumamente desagradable.
El celular me indicó que eran ya las
seis de la mañana con tres minutos. Salí de la cama y recogí del suelo una bola
de tela enredada de la cual separé mi ropa interior de mis pants y me puse
éstos últimos. Terminé de vestirme con la ropa que tenía lista para el gimnasio
y todavía tuve tiempo de prepararme un licuado de plátano antes de salir por la
puerta principal a las seis y veinte.
El sol todavía no se atrevía a salir.
Las banquetas estaban encharcadas y en los árboles había gotas de agua que se
balanceaban en las hojas, reflejando levemente la luz del alumbrado público. En
el bosque no hay aroma más agradable que el que queda una vez que ha caído una
tormenta. En la ciudad es más bien una combinación entre orines de vago y caca
de perro. Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. ¿En qué momento había
cambiado el clima? Pensé en regresar por un suéter, pero ya iba a la mitad del
camino al gimnasio –la gran caminata de dos cuadras– y decidí aguantarme, en
unos minutos estaría entrando en calor. Sin embargo, no pude dejar de pensar en
lo extraño que había sido este cambio en el clima. Había algo que no cuadraba.
Llegué a la plaza comercial donde se
encuentra el gimnasio. Totalmente vacía e igual de oscura que afuera, puesto
que la mayor parte de la luz que la ilumina en sus horas de operación es
natural y entra por los ventanales que conforman el techo. Subí por las
escaleras eléctricas, no esperando a que estas me llevaran lentamente hasta
arriba sino activando de una vez las piernas, al cabo que ya me disponía a hacer
algo de ejercicio. Pasé por las puertas de cristal, luego por en frente de la
mesa de recepción en donde un par de empleadas ni siquiera me voltearon a ver y
mucho menos me dijeron “buenos días” con una sonrisa falsa en la cara, pero no
me importó. Entre menos tenga que lidiar con gente sin propósito durante el
día, mejor.
Dejé mis cosas en el locker número 131. A veces me gusta
escoger este número porque es más fácil de recordar en dónde dejé mis cosas,
por aquello del movimiento estudiantil. De todas formas también hago una nota del
número en mi celular por si se me llega a olvidar. Claro, en el peor de los
casos se me olvida el número y tengo que ir a recepción a que me digan cuál es,
pero ya he dicho que lo que menos quiero es tener que perder mi tiempo con la
gente.
Cualquiera diría al verme tan serio o incluso al
leer esto que no estaba teniendo un buen día, pero realmente nada malo me
ocurría. Simplemente así soy, siempre lo he dicho (cuando se me cuestiona sobre
mi comportamiento) y lo disfruto. No crean que soy miserable, al menos no todo
el tiempo. Me gusta ver a la gente directamente a los ojos cuando voy caminando
y provocarles algo. Me gusta lanzar una mirada seria y penetrante. No tengo que
hacer mucho esfuerzo. Mucha gente que he conocido, sobre todo al principio me pregunta
constantemente: “¿Qué? ¿Qué me ves? ¿Te pasa algo?” y yo respondo “No, ¿por
qué?” a lo cual contestan “Es que tu mirada me pone nervioso.”
Como sea. Salí de los vestidores, calenté un poco y
empecé con mi rutina. A esa hora el gimnasio suele estar más o menos lleno. Los
que entran a trabajar a las ocho o nueve de la mañana siguen por ahí “jalando”
como dirían algunos. Probablemente soy de los más jóvenes que hacen uso del
gimnasio. El personal es variado, aunque existen dos mayorías: las señoras
mujeres de treinta o cuarenta y tantos y los homosexuales hombres de
veinticinco a cuarenta.
Las primeras son realmente la personificación de las
trophy wives y/o las MILFs. He visto una que otra vez a
algunas de ellas haciendo ejercicio con varias de sus joyas todavía puestas.
Aretes enormes, pulseras de oro o plata ridículamente grandes y pesadas para
sus delgados brazos, relojes que reflejan la luz del alba cuando entra por los
ventanales. Visten, desde luego, la ropa deportiva más apretada que pudieron
encontrar en Saks y nadie se
atrevería a protestar, considerando la nada-sutil forma en que resaltan sus
prominentes curvas (la falsedad de éstas contrastando fuertemente con su bolsa Fendi auténtica). Estas curiosas y
llamativas criaturas pasan su tiempo cortejando a los entrenadores personales
(pagados por el marido) y supongo que algo de ejercicio harán de repente para
conservar la línea.
El otro grupo, el más socialmente activo en el
gimnasio, es el de los hombres. Me consta que más de un par de ellos trabaja
como modelo o “edecán” y lo siguiente ya no me consta tanto, pero seguramente
también hay ciertos servicios adicionales que ofrecen… de acompañamiento,
digamos. A mí me da igual lo que cada quien haga. En este departamento tampoco
nadie se puede quejar, porque para todos hay. Estos hombres son seres de alto
nivel, los Godínez de sus oficinas los miran desde abajo y suspiran. Tienen
cuerpos que los mismos griegos envidiarían y, al igual que las mujeres, no
tienen miedo a atraer la atención con shorts a medio muslo, playeras sin mangas
que tapan menos que tirarse un trapo encima. Sus tenis parecen comprados esa
misma mañana. Al sudar huelen a Dolce
& Gabbana o Tom Ford. Las dos
o tres horas que se encuentran en el establecimiento son dedicadas el
ejercicio, sí, pero es raro ver a alguno de ellos sudando solo y en silencio.
No, a este gimnasio se va a cotorrear
o a ligar. Entre cada serie de
repeticiones hay momento para el chisme o para tocarse unos a otros. Es todo un
espectáculo.
Los demás grupos, las minorías de las que hablaba,
constarían básicamente de gente de la tercera edad y hombres heterosexuales.
Los primeros realmente no sé qué hacen gastando sus últimos días en un lugar
como este. Si yo tuviera su edad no estaría torturándome con esto. Los segundos
tampoco comprendo muy bien qué hacen aquí. Sí, está bien estar en forma y no
pesar doscientos kilos, pero más importante sería que estuvieran enfocados en
un mejor trabajo, mayores ingresos. Al cabo eso es lo que por lo visto quieren
todas estas mujeres que los rodean, ¿no es así? Bromeo. Tal vez.
Mi mente estaba sumergida totalmente en un mar de
ideas aquella mañana como todas las otras mañanas. Quizás ni siquiera terminé
mi rutina, aunque el dolor y la hinchazón en mi pecho me decía que “ya con eso
estaba bien”. Así que regresé a los vestidores, tomé un par de toallas y tras
deshacerme de mi ropa sudada me fui a dar un baño. Había fila para entrar a las
regaderas. Un par de hombres discutían sobre fútbol o sobre política o sobre
autos o cualquier otra cosa de las que suele hablar la gente porque no puede
simplemente quedarse callada y escucharse a sí misma un momento. La
introspección no está de moda. Finalmente entré. Tomé una ducha, lo cual fue un
verdadero desastre porque primero el agua salía fría y sin presión, luego
hirviendo y tan fuerte que pensé que me arrancaría la piel, luego fría y así
sucesivamente. Decidí tomarme unos minutos para meditar en el vapor.
Entré al cuarto de azulejos. Estaba en silencio. Paz
y tranquilidad. Tomé aire aliviado, lo cual no estuvo muy bien porque el vapor
estaba muy caliente y húmedo y tosí varias veces antes de tomar asiento. Pude
ver que en la banca de en frente se encontraban dos siluetas sentadas muy cerca
una de otra. Se trataba de dos jóvenes, cada uno con las manos cruzadas sobre
su regazo. Se veían uno a otro y de repente me miraban como si quisieran algo,
¿mi aprobación tal vez? “Adelante, muchachos,” pensé y me recargué contra la
pared y cerré los ojos, ignorando la erótica escena que ocurría frente a mí.
Bueno, pretendiendo ignorar. Primero intenté despejar la mente, finalmente esa
era mi intención cuando entré al vapor. Inmediatamente una voz dentro de mí
empezó a hablar y no se detuvo. Que si la presentación de Teoría de la
Investigación, que si el proyecto de Taller de Narración, las elecciones, pasar
al súper por pasta de dientes y plátanos, el fin de semana, el cumpleaños de…
ya no recuerdo quien, hablarle a mi papá, regresar el libro de Bukowski a la
biblioteca, renovar el libro de Wilde y por supuesto saber qué onda con Santiago.
¿Qué onda con Santiago? Era una pregunta frecuente. Pero Santiago todavía no
figuraba en mi día y podía atender cosas más importantes por el momento.
Abrí los ojos, pues todo esto estaba sirviendo
exactamente para lo opuesto que originalmente pensé. Mis compañeros del vapor
seguían en su mundo de lujuria. Qué pasión. Qué atrevimiento. Me dio envidia
verlos tan sumergidos en lo suyo. Habían logrado dejar este mundo atrás por lo
menos un rato en lo que intercambiaban saliva y se palpaban cada parte de sus
sudorosos cuerpos. Los observé un rato más. Aquello era más efectivo para
despejar la mente que cualquier estúpida meditación. ¡Hurra por el amor húmedo
y envuelto en toallas!
Después de eso me bañé. Lo mejor de la visita el
gimnasio, estoy seguro, es un baño de agua fría después de salir del vapor o
del sauna. Tal vez es triste verlo así, pero es el momento cúspide del día y de
ahí en adelante todo va en declive. No por eso uno puede quedarse bajo el
chorro de agua por el resto del día –aunque ganas no faltan– así que me sequé,
me vestí y me fui a casa. Por supuesto olvidé pasar al súper por pasta de
dientes y plátanos.
Para mi regreso mi madre ya había despertado. Yo amo
a mi madre como a ninguna otra persona, no me malinterpreten, pero la situación
ideal para mí es llegar a casa y que todo esté en silencio. Entrar a mi cuarto
y recostarme sin que nadie me pida nada. Esto es posible a veces, pero cuando
está mi madre no mucho. No, para nada. Apenas cierro la puerta y escucho su voz
saludándome. “Buenos días,” seguido de un apodo que ni muerto escribiría. Sé
que habrá un día cuando lo daré todo por una mañana más de escuchar a mi madre
darme los buenos días. Por el momento estas pláticas son algo agotador para mí.
Hicimos un breve recuento de todo lo que tenía que
hacer este fin de semana, me reclamó por no haber comprado la pasta de dientes
y los plátanos… como si fuera la última oportunidad que tendría en esta vida de
hacerlo. Dios. Mi madre no es ningún ogro. No es estricta ni enojona y mucho
menos grosera, pero se agita fácilmente y suele hacer de pequeños problemas
algo muy dramático. Yo no suelo siquiera subir la voz y permanezco en todo
momento en un estado de serenidad. Sobre todo para este tipo de discusiones
sobre cosas que realmente me dan completamente lo mismo. La indiferencia es una
buena forma de irritar a tus mayores.
Me hice algo de desayunar rápidamente y alcancé a
tirarme un rato sobre mi cama antes de que dieran las diez. Por fin era viernes
y por primera vez en meses todo iba bien. El miércoles había tenido cita con mi
terapeuta y al final de la sesión me hizo la siguiente pregunta: “¿Qué faltaría
para que pudieras decir ‘estoy completamente feliz con cómo van las cosas
ahora’?” Yo me quedé callado pensando un momento. Busqué por todos los rincones
de mi mente y por supuesto de mi corazón para ver si había algo, por lo menos
un problema por diminuto que fuera. Nada. No se me ocurría nada. Lo volteé a
ver y sonreí. “No lo sé,” le respondí, temiendo que diciendo simplemente “nada”
se arruinara mi suerte. Estaba bien con mis padres, estaba bien con mi pareja,
estaba bien con mis amigos, estaba bien con la escuela, pero lo más importante
era que estaba bien conmigo mismo. Aquella tarde salí pensando que tal vez muy
pronto ya no necesitaría pagarle seiscientos pesos la hora a alguien por
escuchar mis problemas, porque ya había encontrado un punto en mi vida donde
quería que las cosas se quedaran donde estaban. Sí, todo lo que pasó después le
dio un giro a la situación y me llevó a donde estoy ahora, que tampoco es un
pésimo lugar, pero no puedo negar que me hubiera gustado detener el tiempo ahí
mismo en ese momento y simplemente regocijar en ese sentimiento de plenitud que
me acompañaba a todas partes. Era como un aura que, si bien no todos podían
notar, por lo menos me permitía ver el mundo de forma distinta. ¿Mejor, tal
vez? Quién sabe… No creo que vivir o intentar vivir eternamente en un estado de
ánimo, aferrado a un sentimiento, o peor, a una emoción, sea algo muy
intrigante. Es importante e interesante permitirse sentir de todo, disfrutar la
caída tanto como la subida. Y toda esa bola de frases de libro de autoayuda en
rebaja de Sanborns que te tienes que tragar cuando la vida ya no parece que va
tan bien para convencerse de que vale la pena seguir intentando cosas nuevas,
diferentes, arriesgadas.
Rodé fuera de mi cama. Lancé unas cuantas cosas
dentro de mi mochila. Un par de libros por si encontraba el tiempo para leer
(siempre hay tiempo, pero mi capacidad de concentración a menudo no coopera),
un paraguas, cuaderno, pluma… un bocadillo por supuesto. Siempre me da por comer.
Si mi madre no me hubiera heredado este metabolismo acelerado probablemente
ahora sería una horrible ballena bebé varada en el litoral de mi tristeza y con
cientos de Twinkies a mi alrededor.
Qué verdadero asco me doy.
Salí del edificio. Jeans y camiseta negra como el
noventa y nueve por ciento de las veces. Son dos cuadras a la parada del
camión. Caminé de prisa porque ya se hacía tarde. A la mitad de la segunda
cuadra me encontré con una barrera humana de lento movimiento conformada por
dos mujeres que iban vestidas como secretarias, estaban peinadas como
secretarias, platicaban como secretarias, pero caminaban como tortugas gigantes
y las tortugas gigantes son algo así como los animales más lentos del mundo,
por supuesto están los caracoles, pero esos no caminan. Sea como sea, estas
señoritas no parecían tener ninguna prisa en la vida (dichosas ellas) y fue
necesario rebasarlas. Lo logré y llegué después de unos pasos a la esquina
donde tomo el microbús que me lleva a la universidad, pero justo en ese momento
pasó a toda velocidad frente a mí. Adiós microbús. Adiós llegar a tiempo a
clase. Adiós entrega de trabajos. Adiós calificación aprobatoria en mis
materias. Adiós carrera universitaria. Adiós.
Tal vez esto es tirarse al drama un poco. Pero no
quita que haya volteado a mirar con absoluto desprecio a las morosas morsas que
impidieron mi ascenso triunfal al poblado de Santa Fe. Me vi entonces en la
necesidad de pagar por un taxi que me llevara hasta mi destino, claro pagando
doce veces más de lo que hubiera costado tomar el pesero.
Me tocó un taxista platicador (uno de cada dos lo
es). En cuanto le dije que iba a la Ibero me empezó a platicar sobre la
importancia de los estudios y sobre cómo uno elige qué estudiar. Me contaba
sobre su hija, que había estudiado diseño gráfico y que ahora le iba muy bien.
Decía que siempre había sido su pasión, su vocación. Me preguntó si yo siempre
había sentido que la comunicación era mi vocación. Mi primera respuesta hubiera
sido: “Pfffffffffffffffft. Señor. Por favor. No sea usted tarado.” Pero luego
pensé que tal vez eso era un poco grosero. El señor taxista no tenía idea de
cuántas veces me había preguntado si estaba en el lugar correcto, estudiando lo
que quería y si eso me hacía feliz. En vez de eso respondí: “Claro, siempre
supe que era para mí.” Luego comenzó a hablarme sobre su sobrino, que vivía en
Francia y tenía mucho dinero porque había inventado no sé qué cosa. Es curioso
cómo los taxistas siempre te andan contando de cuando ellos solían tener un
negocio exitoso y terminaron así porque los “tranzaron” o que ellos conocen a
gente influyente y cosas por el estilo. Se inventan unas cosas tremendas.
Probablemente un taxista contaría mejor todo esto que llevo escrito. ¿Qué digo
probablemente? Seguramente. Debería llevarle esto a un taxista cuando termine
para preguntarle cómo lo ve. Tal vez en su versión yo sería un heredero al
trono de un país de Europa del este que estudia en Harvard y se mete en un lío
por acostarse con la esposa del decano. Los taxistas suelen ser tan ingeniosos.
Creo que me quedé dormido en algún momento, pero al parecer el señor nunca se
dio cuenta. Llegamos a las afueras de los edificios de ladrillo, le pagué, le
deseé un buen día y caminé de prisa hacia la entrada.
Verano en la Ibero. No hay un lugar sobre la tierra
donde mi apatía llegue a un nivel tal como el que manejo cuando estoy en la
universidad. Llegué al salón a tomar mi primera clase. Todo transcurrió de
forma normal. Los ñoños gritaron respuestas entusiasmadas a las preguntas de la
maestra y casi se mojaban los pantalones con cada participación que la maestra
les aplaudía. Yupi. Qué emoción.
Después tuve un momento antes de la siguiente clase para comer –ya dije que
siempre necesito estar comiendo– y llegué antes de tiempo al salón. Vimos una
película difícil de comprender, lo cual por supuesto la hace mejor y más
artística. Sin más, salí a paso veloz del salón al terminar la clase y me
dirigí a la parada del pesero.
Tomé asiento junto a una persona, pero no me molesté
en echarle una mirada como para poder describirla ahora, de todas formas da
igual. Bueno, en esta ocasión da igual. Pero algún día podría subirme al pesero
y sentarme junto a un loco y que ese loco sacara una navaja y me la pusiera en
la yugular. Entonces sí tendría que hacer mención de ese personaje en la
historia. Saqué mi libro y leí hasta que empecé a ver doble y finalmente me
quedé medio dormido. Desperté justo un poco antes de llegar a mi destino, la
estación de metro Tacubaya. Los viernes siempre voy a casa de mi padre a comer,
por eso debía tomar esta ruta, tomar el metro, bajar en Juanacatlán y caminar
dos cuadras. Recordé los días en que era un completo inepto para el transporte
público y no sabía tomar ni el metrobús. Mi vida consistía en taxis, de sitio desde
luego, porque mi madre me había metido la idea de que los taxis de la calle son
del diablo. Hoy en día me viene y me va quién me lleve. Cada bajada de Santa Fe
en el microbús es poner mi vida en las manos de un chavito de dieciséis años
que va echando carreritas con el de al lado. He regresado de lugares de mala
muerte en colonias perdidas con el amigo del amigo de un amigo que está hasta
el huevo, pero pues… casual. Cuando te toca te toca, dicen por ahí.
Emergí de la estación de metro y después de un par
de minutos estaba ante la puerta del edificio donde vive mi padre en la colonia
San Miguel Chapultepec. Ya para cuando llegué a la puerta de su departamento
estaba perdiendo el aliento y sudaba. Como siempre, la comida todavía no estaba
lista y platicamos un poco mientras él terminaba de hacerla y yo me refrescaba
con jugo de mandarina (que suele ser la única opción en su refri). Hablamos
sobre nuestra semana, sobre las campañas políticas y también del movimiento
estudiantil. Usualmente las pláticas con mi padre son tranquilas y fáciles de
llevar, por lo tanto las disfruto. Lamentablemente los viernes en la tarde
suelo estar algo impaciente y ansioso de ver qué planes habrá para en la noche,
así que de vez en cuando estoy un poco ausente y al tanto del celular,
esperando noticias de mis amigos o de Santiago. Bueno, en ese entonces esperaba
saber de Santiago. Ahora no sé que esperar de Santiago. Es más, no espero nada
de Santiago. Pero precisamente durante la sobremesa llegó un mensaje… de Santiago.
Odio hablar por medio de mensajes instantáneos sobre
todo cuando se trata de hacer planes, así que mejor decidí llamarlo desde el
baño (porque no me gusta que la gente escuche mis conversaciones, por más tontas
que sean). Fue cosa de diez segundos. Alguna vez hasta nuestras llamadas más
cortas duraban unos cinco minutos, pero esos tiempos se acaban pronto y por un
lado está bien, porque no se trata tampoco de engañarse a uno mismo y querer
quedarse para siempre en la etapa del enamoramiento cuando actúas como un
baboso y todo te parece fantástico. Pisas popó de perro en la calle y le ves la
forma de corazón en tu suela. Ese tipo de cosas. Quedamos de vernos en su casa
dentro de media hora. Me despedí de mi padre –no sin antes pedirle algo de
dinero– y me fui caminando hasta la Condesa.
Toqué en el departamento ciento tres, ubicado sobre
un conocido café frente a una glorieta en el corazón de la colonia. Tan pronto
presioné el botón comenzaron a ladrar los perros. Luego escuché la voz algo
distorsionada de Santiago preguntar “¿quién?” y yo dije “¿quién más?” justo
antes de que sonara el zumbido de la puerta siendo abierta. Lorenzo y Marcelo
salieron a recibirme a la mitad de las escaleras. Son los perros más cariñosos
que he conocido, pero también los más mimados. Los dos son Yorkshire Terriers,
o yorkies como todo el mundo les
dice. Lorenzo es hijo de Marcelo, aunque la gente siempre piensa que es al
revés pues Lorenzo es casi del doble del tamaño de Marcelo. Tomé a cada uno con
un brazo y los cargué dentro del departamento. Santiago nunca me recibía en la
puerta, sólo la dejaba entrecerrada para que yo entrara y lo buscara. Por lo
regular estaba en su cama acostado viendo la tele. Cerré la puerta con un pie,
caminé hasta el cuarto de Santiago. Efectivamente estaba ahí echado y apenas
volteó a verme cuando entré. Puse a los perros sobre la cama, me quité la
mochila y la puse en el piso junto a ella. Luego me subí de mi lado, lo abracé
y lo besé. Él, con la vista clavada en la televisión, puso su brazo alrededor
de mí.
– ¿Qué
onda, cómo te fue? – Me preguntó.
– Pues
bien, normal, ¿y tú?
–
Bien, apenas llegué hace rato del
trabajo. Estoy esperando a que me hable mi prima a ver qué onda.
La prima de Santiago venía desde Cancún ese fin de
semana a visitarlo. Se suponía que se verían esa noche para tomar algo y que
ella y su esposo se quedarían en su departamento hasta el domingo. Cuando me
contó por primera vez de este plan yo no estaba muy seguro de qué se esperaba
de mí en esta situación. ¿Debía hacerme a un lado este fin de semana y darle su
espacio a Santiago para estar con su prima? ¿Quería que estuviera con él y la
conociera? Afortunadamente él me aclaro las cosas y dijo que definitivamente
debía pasar el fin de semana con ellos y quedarme a dormir ahí de viernes a
lunes como lo había estado haciendo los últimos meses. Santiago, todavía más
que yo, era muy malo con las palabras y le costaba mostrar afecto. Sin embargo,
a través de sus acciones era como yo podía percibir su interés y cariño. Estas
demostraciones me parecían más auténticas que cualquiera de las cursilerías que
había escuchado con antiguos pretendientes. Cada fin de semana que me abría las
puertas de su casa era para mí suficiente para saber que le importaba y me
apreciaba.
Esa noche cada quien saldría por su lado y luego nos
reencontraríamos en el departamento en la noche. Yo iría con mis amigos a
beber. Cuando uno está en una relación sueles empezar a ser odiado por el resto
de tu grupo de amigos. Por un lado están los celos y por otro lado realmente
empiezas a descuidar tu relación con ellos. Es fácil olvidar que ellos son los
que siempre están ahí para ti cuando estás solo o cuando estás acompañado,
jodido o adinerado, entachado o pachipedo. Sin embargo, todavía era algo
temprano, algo así como las siete, así que nos quedamos acurrucados en la cama
un rato más mientras esperábamos noticias de mis amigos o de su prima.
Me despertó la vibración de mi celular poco antes de
las diez. Mi amiga gritaba por el auricular reclamándome porque no había llegado
todavía. Le dije que ya iba en camino y que si había suficiente alcohol o
tendría que pasar a un Oxxo antes de llegar para comprar algo. Claro que no
había suficiente alcohol, nunca lo hay.
Intenté despertar a Santiago moviéndole el brazo, él
sólo me gruñía. Tuve que traer a Marcelo hacia su cara para que comenzara a
lamerlo, sólo así despertó.
– Ya
me voy. – Anuncié.
– ¿Ya
te vas? Bueno, ¿a qué hora regresas?
– Pues
no sé, tú avísame cuando ya vengas. Pero, ¿sí vas a ver a tu prima? Ni te ha
hablado.
–
Sí, yo creo que ya en un rato viene.
Me desagradaba la idea de dejarlo así tan solo,
modorro y esperando. Además nunca puede uno quedar bien. Si te vas y los dejas
solos te reclaman por el abandono y si te quedas a hacerles compañía es muy
probable que recibas un “no siempre tenemos que estar juntos, eh. Cada quien
puede hacer sus planes.” Total que decidí seguir con mi plan y tomé un taxi en
la calle hacia la Juárez. “Santiago ya está grandecito,” pensé. Sí, por
supuesto que ya estaba grandecito –casi el doble de mi edad– pero ya sabía por
el tiempo que habíamos estado juntos que eso no era garantía de una relación
libre de berrinches y jueguitos estúpidos. Sólo esperaba poder ahorrármelos
aquella noche.
Pasé al Oxxo por una botella de vodka y jugo de
arándano. Suficiente para mí y un acompañante, los demás tendrían que ir a
comprar su propia botella. Llegué al departamento. Había unas ocho personas
alrededor de una mesa sobre la cual sólo había cajetillas de cigarros,
celulares y un plato con algunos pedazos de queso brie. Encantador.
La noche pasó sin pena ni gloria. No recuerdo cuánto
tomé, pero fue suficiente, o tal vez más que suficiente. En algún momento
llegamos a la Condesa, a un horrible horrible
lugar llamado Zydeco. Entramos, alguien ordenó shots de tequila para todos.
Hacía mucho que no estaba en un lugar tan desagradable. He visto congales en el
centro más acogedores que ese bar. Nadie baila, todos ven la pantalla de su
celular. Ellos con sus camisas abiertas y cadenas con crucifijos. Ellas con sus
vestiditos apretados y una capa de maquillaje de tres centímetros de espesor
embarrada por toda la cara. Me quedé mirando una pantalla que mostraba un video
promocional del lugar en el cual salían chavitas que parecían no tener más de
dieciocho años quitándose la camiseta y frotándose unas contra otras. “Classy,” pensé. Trajeron la cuenta. Cada
shot de tequila corriente costaba ochenta pesos. Decidí que eso no era para mí
y que además ya se estaba haciendo tarde y tenía sueño (los viernes acabo
agotado) así que me escabullí entre la gente y salí del lugar. Mis amigos se
encargarían de la cuenta.
Empecé a caminar hacia casa de Santiago, procurando
no tambalearme, sobre todo al cruzar las avenidas más concurridas y por las
cuales pasaban jóvenes imprudentes a toda velocidad. Estoy seguro que algún día
moriré aplastado por uno de esos. Crucé el Parque México elegantemente y sin
asaltos. Llegué al edificio y toqué el timbre. La puerta se abrió y subí con
trabajo las escaleras. Santiago estaba en pijama esperando en la puerta con
ojos de borrego a medio morir. Lo abracé, o más bien me detuve de él y le
pregunté “¿No saliste con tu prima?” A lo cual contestó “No, se le complicaron
las cosas.” Me sentí mal por él y por haberlo dejado.
Me tomé un vaso de agua y me lavé los dientes antes
de meterme a la cama donde Santiago ya estaba en posición fetal. Apagué la luz
y cerré los ojos. Unos minutos más tarde sentí como ponía sus brazos alrededor
de mí. El highlight de mi noche sin
duda.
Sábado por la mañana. Amaneció completamente gris y
mojado. El clima estaba como para quedarse en casa envuelto en cobijas viendo
películas y tomando chocolate caliente, pero nosotros teníamos que bañarnos y
arreglarnos para pasar por la prima de Santiago y tomar la carretera a Hidalgo,
donde pasaríamos el día. Afuera del edificio, en la glorieta, había un coche
estampado contra un árbol. Estaba básicamente deshecho del frente. No había
nadie alrededor, ni el dueño, ni la aseguradora, ni una ambulancia, nada. Le
tomamos algunas fotos y nos subimos al coche de Santiago. Marcelo y Lorenzo
iban con nosotros desde luego (Santiago los llevaba a todas partes). Se
subieron en mis piernas y quedé completamente enlodado al instante. Santiago
siempre se ponía del lado de los perros, así que yo casi ni dije nada al verme
cubierto de suciedad. “Ay, eso se quita,” se apresuró a decir Santiago cuando
vio mi cara de disgusto. “Mhmmm,” respondí.
Su prima nos esperaba con su marido en la parada del
metrobús revolución. Fuimos presentados algo incómodamente pues ellos se
subieron en la parte trasera del auto y yo sólo pude voltear y saludarlos con
un apretón de manos a cada uno. Por lo menos se llevaron a Lorenzo a la parte
de atrás y así sólo tuve que cargar con el pequeño Marcelo. Santiago y su prima
fueron platicando básicamente todo el camino sobre todos sus familiares.
Chismes, noticias y recuerdos no faltaron. Mientras tanto yo iba checando Google Maps puesto que no estábamos muy
seguros de nuestra trayectoria a seguir. Después de un rato nos detuvimos a
desayunar en un puesto gigante de barbacoa. Parecía un circo, formado por
grandes carpas de varios colores: rosa, naranja, amarillo, rojo. Por dentro
todos los colores se reflejaban y creaban una atmósfera peculiar. Empezó a
llover en cuanto ordenamos. Ellos pidieron una montaña de barbacoa y tortillas,
yo preferí unas quesadillas de tinga, porque el olor y la consistencia de la
barbacoa me desagrada. Esto fue motivo de reproche para Santiago, porque
siempre decía que no desayunaba más que chilaquiles o hot cakes. Se encargaba
de contarle a todo el mundo con quienes llegábamos a comer. Yo en cambio veía
con malos ojos su costumbre de comer siempre con un perro sobre el regazo y de
andar pellizcando su comida para darles pedacitos de carne en la boca. Al final
los perros acababan comiendo igual o más que él. Sus perros eran sus hijos, su
vida. Ya hubiera querido yo que me tratara tan bien como a uno de ellos. Nada
me hubiera faltado nunca. Siempre intenté ganármelo siendo bueno con ellos, digo,
de por sí me gustan los perros, pero a estos les tenía que hacer más fiestas y
consentirlos tanto como él mismo lo hacía. Probablemente sus perros, así como
él, nunca lograron llegar a tenerme cariño de verdad. Sólo veían en mí a
alguien de quien se podían aprovechar.
Llovía cada vez más fuerte y dentro de la carpa el
agua entraba sin mucho problema. Era como si adentro también lloviera, pero las
gotas eran más pequeñas. De todas maneras nos estábamos mojando y ya estábamos
llenos, así que lo mejor sería dejar ese lugar atrás y seguir con el
itinerario. Corrimos al coche bajo la lluvia y continuamos por la carretera.
Pasamos por Pachuca, pero no nos detuvimos ahí, lo
cual me alegró porque no se veía particularmente bonito. Nuestro destino, al
cual finalmente llegamos después de algunas vueltas, eran los Prismas
Basálticos. Llegamos. No llovía, pero tampoco había salido el sol. Dimos una
vuelta por el lugar. Las formaciones rocosas
estaban en medio de dos acantilados de unos sesenta metros de altura,
conectados por un puente colgante al cual Santiago y yo nos subimos e hicimos
temblar por ponernos a saltar como idiotas a la mitad del mismo. Juro que si en
ese momento se hubiera caído aquel puente por nuestras estupideces yo hubiera
muerto feliz.
Nos tomamos algunas fotos con el paisaje atrás, como
suele hacer una típica pareja. La típica sonriendo, posando con los perros,
haciendo caras estúpidas, dándonos un beso. Luego Santiago compró unos pedazos
de sandía con chile y nos sentamos sobre el pasto a disfrutar y relajarnos.
– ¿Te
gusta? – Me preguntó.
– Sí,
–dije, mientras le quitaba las semillas a un pedazo de fruta.– Está increíble.
¿Cómo te enteraste de este lugar?
– Lo
vi en la televisión hace tiempo y vinimos a pasear. Me gustó mucho, por eso
quise venir de nuevo y traerte. – Dijo.
– ¿Vinieron
quienes?
– Mi
ex novio y yo.
–
Ah… – Contesté.
No podía comprender por qué había pensado que sería
buena idea traerme a un lugar que le recordara a su ex novio. Yo procuraba no
hablar de ese tema porque sabía que era una cuestión delicada. Mi intención es
siempre evadir cualquier tipo de conflicto que pueda ser evadido. No me gusta
pelear, no me gusta reclamar. Quizás me callo muchas cosas que no debería. Tal
vez no me doy cuenta de que las relaciones también pueden nutrirse mucho de las
discusiones y las reconciliaciones. No que tenga uno que estar peleando
siempre, ¿pero qué tan sano es no pelear para nada? En las peleas hay pasión,
los celos pueden ser señal de un verdadero interés. ¿Era esta la chispa que le
había faltado a todas esas relaciones pasadas que terminaron en fracaso? De
todas formas no dije más. Sólo miré a Santiago profundamente a los ojos sin
pronunciar una palabra. Como siempre, esto lo ponía nervioso y después de un
par de segundos me preguntaba: “¿Qué?” Algo que yo ya esperaba. Respondí
simplemente “nada” mientras me ponía de pie y me alejaba hacia el bote de
basura para tirar el vaso donde venía la sandía. Regresé y mirándolo desde
arriba le dije “¿Nos vamos? Ya va a ser hora de comer.” Se puso de pie, se
sacudió los jeans y nos reunimos de nuevo con su prima y su esposo que nos
esperaban en unos columpios cerca del auto.
Bajamos hasta el pueblo de Real del Monte. Era un
lugar encantador, con la particularidad de que si volteabas hacia arriba podías
ver que todo estaba rodeado por colinas y que éstas estaban cubiertas de
neblina que más bien parecían nubes que volaban extremadamente bajo. El viento
empezó a soplar y el frío se volvió casi insoportable, sobre todo porque
nosotros no llevábamos más que un suéter ligero, pues no habíamos previsto que
nos enfrentaríamos a este tipo de condiciones climatológicas. Nos pusimos a
buscar un lugar dónde comer, pero el problema era que ninguno admitía a
nuestros amigos caninos. Finalmente dimos con uno que nos aceptó a todos con
gusto y en el cual los platillos estaban tan bien servidos que nadie pudo
terminar con el suyo. Bueno, yo sí pude, pero nadie come como yo después de una
larga caminata. Con todo un plato gigantesco de enchiladas de mole en mi panza,
emprendimos el regreso hacia el D.F. Está de más mencionar que después de dos
minutos de haberme subido al auto me quedé completamente dormido, cosa que no
habló bien de mi habilidad como copiloto y que Santiago me reclamó fuertemente
porque al llegar a la ciudad no supo dónde dar una vuelta y perdimos media hora
manejando por lugares perdidos cerca de Indios Verdes.
Llegamos de nuevo a la Condesa, donde su prima y su
esposo decidieron quedarse. Nosotros nos fuimos al cine en Plaza Universidad.
Acababa de salir Prometeo y los dos teníamos algo de curiosidad por verla. Compramos
nuestros boletos y unas palomitas grandes. Su mitad llena de chile y la mía
cubierta de mantequilla. La película fue una jalada, como era de esperarse,
pero tuvo sus partes emocionantes. Cuando empezaron a salir los créditos volteé
a ver a Santiago y él sólo dijo: “Ash, qué cosas me traes a ver.” Ese “ash” era
típico de él. Su muestra de inconformidad para cualquier ocasión. Yo comencé a
usar la expresión cada vez más seguido y él siempre me decía que dejara de
copiarle, a lo cual yo contestaba que todo el mundo ya usaba el ash desde siempre y él no lo había
inventado. Ahora veo que es probable que sí le haya copiado su estilo de ash, con ese tonito particular, que sigo
usando y que me lo recuerda cada vez que lo hago. Nos levantamos de las butacas
y nos largamos.
Fue un silencioso camino de regreso. Por más que
intentaba hacerle plática a Santiago sobre la película él no tenía nada que
decir. Era como hablarle a una pared. No, peor, era como hablarle a una roca,
porque estoy seguro que detrás de toda pared te escucha por lo menos un vecino
chismoso. Quería que me dijera que había odiado la película, o que no le había
entendido, o que ya no tenía derecho a escoger qué película ver de ahora en
adelante, o que me odiaba a mí, que yo no lo entendía. Digo, de todas formas ya
me estaba quedando muy claro, sólo quería ver alguna respuesta de su parte.
Pero nada, no había nada. Estaba más frío y lejano que nunca. Alguna vez en
este mismo viaje al cine habíamos llenado el silencio creado por la falta de
estéreo de su coche cantando a capela y burlándonos uno de otro sobre cómo no
nos sabíamos bien una u otra canción. Ese había sido un momento único e
irrepetible, ahí radicaba su belleza, pero saber que algo así sólo ocurre una
vez también puede ser devastador.
Llegamos al departamento de la Condesa. Nada fue
dicho sobre algún plan de salir esa noche, estábamos completamente agotados.
Los huéspedes llegaron al cabo de una hora y se instalaron en su cuarto.
Mientras tanto nosotros nos quedábamos dormidos viendo televisión en el cuarto
de Santiago. Los perros estaban, como era costumbre, acostados entre nuestras
piernas. Dormir los cuatro en la misma cama era todo un sufrimiento. Si querías
voltearte para el otro lado había que quitar del camino un brazo o una pierna y
despertar a uno de los perros para que te diera chance. A veces, cuando las
bolas de pelo no se podían estar quietas, te pasaban encima sin ningún
remordimiento y subían y bajaban hasta que amanecía. Recuerdo que mis primeras
noches aquí fueron tormentosas. No podía conseguir ni un par de horas de sueño,
pero todo valía la pena al final y por las mañanas no había ningún rencor de mi
parte al sacar a los perros a pasear por el parque. Me quedé dormido mientras
recordaba aquellas noches y soñé que estaba ahí mismo sobre la cama, pero
completamente solo. Comenzaba a hacer cada vez más frío dentro de la
habitación. Del techo caían gotas de agua helada. “Santiago, te dije que vieras
lo de la gotera del baño y mira, ahora hasta en tu cuarto está,” decía yo, pero
nadie contestaba. Me levantaba y caminaba temblando alrededor de la casa. Ya no
había muebles más allá de la cama. Por todas partes se filtraba el agua helada
y por más que buscaba, en cada habitación y dentro de cada clóset no había nada
más que el agua que se estaba acumulando en todas partes y que ya me llegaba a
las rodillas. Santiago no estaba por ninguna parte, tampoco sus perros. Yo
estaba más preocupado por su paradero que por lo que me esperaba de quedarme
ahí encerrado. No podía evitar sentir que ellos probablemente estaban en algún
problema y por eso no estaban ahí, no me daba cuenta de que el que estaba en
aprietos era yo si no me movía y hacía algo pronto. El agua me llegaba ya al
pecho, así que nadé por el pasillo hasta el balcón, que estaba cerrado. Pude
ver que afuera todo estaba bien, no llovía como ahí adentro y el sol iluminaba
la glorieta. Entonces vi cómo Santiago llegaba al centro de la misma con los
perros y volteaba hacia el balcón en donde podía verme flotando, con mi cabeza
ocupando los escasos treinta centímetros que quedaban entre el agua y el techo.
Me miraba como si nada, sonrió y levanto la mano para saludarme… ¿o acaso se
despedía? El agua subió más y cerré los ojos, preparado para el momento en que
entrara a mis pulmones. Al abrirlos desperté en la cama del mundo real y sentí un alivio impresionante. De
inmediato me moví hacia el cuerpo caliente de Santiago y me aferré a él hasta
que los primeros rayos del sol entraron por la ventana. Lo de aquella noche
había sido sólo un sueño, pero lo que me esperaba aquel día era la realidad y
en la realidad, a diferencia de los sueños, hay dolor.
Que bonito escribes, me gusto mucho.
ReplyDeleteVivir solo es como estar en una fiesta donde badie te hace caso
ReplyDeleteMe identifiqué. Obviamente, no en todo lo que escribes, pero si en ciertos aspectos de como sobrellevas ciertas dificultades. Inclusive, el del caminar lento de las señoras que prisa no tienen para llegar a ningún lado al momento.
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