Wednesday, May 13, 2015

Pensando Fuera De La Caja (De Pizza)


Me encanta la pizza. Me encanta. Caliente o fría, gruesa o delgada, a la leña o en el horno, crujiente o suave, por rebanada o por metro, vegetariana, cubierta de carne, de cuatro quesos, con salsa inglesa o relleno en las orillas. Me fascina la pizza. Pero no podría, aunque encontrara la pizza perfecta, comer sólo eso todos los días por el resto de mi vida.

Claro, el primer día todo es fantástico. Pizza de desayuno. Es amor a primera vista, me siento capaz de cualquier cosa. Tomo dos, no, mejor tres rebanadas. Odio quedarme con ganas de más. Poco menos de un minuto en el horno de microondas y ya está. Placer inmediato. Luego, al cabo de unas horas, cuando mi estómago vacío empiece a reclamar y mis papilas gustativas se estremezcan con sólo recordar su flagrante sabor, pizza para comer. El reconfortante sentimiento de abrir el refrigerador y ver caja sobre caja de mi pizza favorita me llena de serenidad. Devoro –con menos asombro esta vez, pero el mismo gusto– unas cuantas rebanadas más. Finalmente, al terminar el día, en la cama, con la laptop en las piernas y el último capítulo de Game Of Thrones en pantalla me acurruco con el último plato del día. Hasta ahora todo es miel sobre hojuelas.

Día dos. Sentado sobre la cama mientras me estiro percibo un dejo de aroma a queso, carne y salsa de tomate en la habitación. El plato, impregnado de olor, con sus deshidratadas manchas rojas y queso petrificado en las orillas, me revuelve el estómago. Me dejo caer una vez más sobre el colchón y hundo mi rostro en la almohada. Mi estómago gruñe. Hoy, para variar, he despertado con un apetito voraz. Mis pies se arrastran hasta la cocina mientras imagino un mundo de posibilidades culinarias. Para empezar, quizás un mango en su punto, clavado en un tenedor para poder comérmelo a mordidas. Tampoco le diría que no a un licuado de plátano, seguido de un gran plato de chilaquiles gratinados con cebolla y su justa ración de frijoles a un lado. “Probablemente sea mejor dejar el licuado como postre,” pienso, mientras abro la puerta del refrigerador. Adentro, ocho cajas de pizza ocupan todo el espacio del gélido contenedor. Suspiro. Resignado, tomo un par de rebanadas y las veo dar vuelta tras vuelta bajo la amarillenta luz mientras se esfuman los restos de fantasía gastronómica de mi cabeza. En un intento por reavivar la llama de lo que tuvimos ayer, riego unas gotas de salsa picante sobre la grasosa superficie de mi vulgar, pero benévola amada. En el fondo sé que este disfraz no bastará para hacer frente a la insoportable cotidianidad a la que me he sometido por elección y que terminará por asquearme y hacerme despreciar ese sabor que alguna vez me satisfizo tanto.

Nunca he formalizado una relación con una pizza (aunque admito que ganas no me han faltado en más de una ocasión), pero he tenido una buena cantidad de ellas con humanos durante los últimos años, así que hablaré desde mi experiencia. Estoy consciente de que mi metáfora resulta simplista. Una persona no es –aunque esté a una llamada de aparecer caliente y en tu puerta en treinta minutos– una pizza de tocino con pimiento verde. Sus sentimientos y uso de razón la colocan en un nivel de complejidad un poco más alto que el de una simple masa cocida. Una cosa es la caja de cartón vacía que desechamos con toda facilidad al día siguiente de nuestro encuentro, y otra muy distinta es ese bulto junto al cual amanecemos día con día; lleno de deseos, emociones, necesidades y expectativas que buscan saciar con o a través de nosotros. En efecto, la mezcla de ingredientes de la pizza se queda corta ante el embrollo psicológico humano. Sin embargo, el disgusto de probar la centésima nonagésima tercera rebanada de pizza, creo yo, se asemeja bastante al del beso que se da por compromiso, por rutina, por obligación y no ya por amor o deseo.

Hablo de los efectos de uno más de los absurdos que conforman el status quo del ser humano y su ofuscado sentido de la moral. Un precepto establecido desde tiempos antiguos (en ciertas culturas) que se fue incorporando con el paso de los años en el paradigma social aceptado principalmente por occidente. Una noción que en nuestra sociedad actual se mantiene como norma absoluta y pilar de la misma, a pesar de la hipocresía que esto conlleva en muchos casos: la monogamia.

Del griego monos (uno solo) y gamos (matrimonio, unión), la monogamia, según la Real Academia Española, es –además de su primera y obvia acepción como cualidad de monógamo– el “régimen familiar que veda la pluralidad de esposas.” La definición es tan limitada como la idea que encierra y por ende me veo obligado a profundizar para no caer en malentendidos. No hablo sólo de un “régimen familiar” (matrimonio), ni del caso de un sólo sexo u orientación sexual (puesto que la definición se concentra en la “pluralidad de esposas” únicamente). Englobo en este término todo tipo de relación sexual, afectiva o conyugal entre dos humanos y sus diferentes variantes o combinaciones. Así pues, entiendo al monógamo como aquel que elige amar, tener sexo o comprometerse con una sola pareja a la vez.

Vale la pena preguntarse antes que nada, ¿cómo surge la monogamia? ¿Es una práctica natural de nuestra especie o se trata de un constructo social? Pues bien, por el lado biológico existen todo tipo de teorías. Algunas de ellas aseguran que los primates comenzaron a practicar la monogamia para asegurarse de que otros machos de la comunidad no mataran a sus crías. Otros científicos postulan la idea que no se dio por la protección de las crías, sino de la pareja, a la cual no se le despegaban por temor a perderla. Hay incluso algunas otras teorías que se refieren a la evolución de los aparatos reproductores masculinos como la razón de que el sexo –específicamente hablando, el coito– de nuestros antepasados comenzara a durar cada vez más, lo cual fue generando un sentimiento de intimidad y cercanía que pudo haber dado origen a la monogamia. Por otro lado, enfocándonos más en la dimensión cultural y social del ser humano, hay también una serie de posibles explicaciones que adjudican sobre todo a los conceptos de propiedad y herencia de bienes materiales la predilección del hombre por tener una sola pareja que le provea descendientes legítimos los cuales recibirían su legado. La lista de conjeturas y especulaciones al respecto se alarga de manera casi interminable, pero el punto aquí es que no hay sólo una respuesta sino muchas. Por lo tanto es seguro decir que –con base en sus ambiguos orígenes y su práctica parcial entre la población– la monogamia no es una cualidad intrínsecamente humana. ¿Así que por qué nos arraigamos a ella con tanta convicción desde antes de saber amarrar nuestras agujetas, cuando caminábamos mano en mano con nuestro novio o novia de preprimaria? Todo se reduce, desde mi óptica, a un concepto: inseguridad.

Una de las principales razones por la cual uno toma la decisión consciente de ser monógamo sigue más o menos un tren de ideas como: “no voy a tener sexo con ninguna otra persona porque no quiero que mi pareja lo haga tampoco.” La idea de que nuestra pareja sea capaz de desear alguien más nos llena de dudas sobre nosotros mismos, aunque estamos conscientes de que nosotros mismos no podemos evitar tampoco sentir atracción hacia otros a pesar de nuestro profundo enamoramiento. Detrás de los celos que puede desencadenar una sola mirada de nuestra pareja en dirección a otro hombre o mujer se esconde un “no soy suficiente para él o ella.” Esta es, me parece, la causa primordial por la cual la gente se niega a explorar más allá de los límites de la monogamia: se asocia con la admisión de una carencia. De esta manera, basamos el compromiso principal de nuestra relación no ya en el amor y devoción que nos profesamos, sino en el miedo, el miedo de estar incompletos, de perder al otro, del abandono. No nos damos cuenta de que la verdadera carencia es valerse de un contrato social para mantener un sofocante lazo alrededor de nuestra pareja, en lugar de confiar en que permanezca a nuestro lado por todo lo que tenemos que ofrecer, no sólo en el ámbito sexual sino en todo lo demás. Este tipo de actitudes posesivas son las que a la larga erosionan más gravemente nuestras relaciones y no es raro que las lleven a su fin.

La inseguridad también se manifiesta en nuestra constante y fútil búsqueda de la aceptación por parte de la sociedad. La monogamia se espera de todos. Así como la gente asume la heterosexualidad de una persona al preguntar, en mi caso por ejemplo, si tengo novia en lugar de pareja (o en su defecto novia o novio), la mayoría de las personas da por hecho desde la primera cita que todo se dirige a un destino ineludible: la exclusividad. Aquel que no comparte este empeño y que en cambio manifiesta su deseo o muestra su inclinación por tener múltiples parejas sexuales será frecuentemente incomprendido y rechazado sin escrúpulos. ¿Cómo no temerle a la exploración de la sexualidad cuando se nos demuestra constantemente que será motivo de sufrimiento? Sabemos que la discriminación de género y la homofobia se apoyan en ideas como la “promiscuidad” para descalificar y marginar. Esta incomprensión y rechazo son las bases mediante las cuales operan mecanismos de control de conducta como la heteronormatividad y el machismo, están indudablemente al servicio del patriarcado. La falta de representación de relaciones alternativas o su asociación con cualidades negativas provoca en el individuo una omisión de su existencia o una obligación de reprimir sus propios anhelos para ajustarse al modo de vida aceptado, con toda la ansiedad que esto implica.

La represión de nuestra pulsión sexual genera una proclividad hacia prácticas que –a diferencia de una poligamia acordada, sana y responsable– pueden resultar sumamente dañinas no sólo para nuestra relación y nuestra pareja, sino para nuestro propio bienestar físico y mental. Un compromiso que se hace sin convicción está destinado a quebrantarse. El resentimiento que siente la persona al sentirse defraudado por la promesa de eterna felicidad de la monogamia será proyectado casi indudablemente hacia su pareja y comenzarán entonces las mentiras y los pérfidos juegos que ultimadamente nos dejan destrozados o nos convierten en seres mezquinos, faltos de empatía y consideración. Nos hacemos de amantes con los que copulamos entre sombras, siempre ocultos, resguardándonos detrás de ostentosos arreglos florales y sonrisas falsas que enmascaran nuestra culpa al dar la cara a quien se supone debería ser nuestro verdadero cómplice.

De esto hablo, de complicidad con el amado –o los amados, pues no hay que dejar fuera de la ecuación al poliamor  más que con aquellos sujetos con quienes sostenemos encuentros, esporádicos o regulares, para satisfacer necesidades principalmente fisiológicas (por esto tampoco quiero inferir que haya que considerar a estos menos dignos como personas). Hablo de tomar esa fragilidad de la que pende nuestro idilio y convertirlo en la más grande de sus fortalezas. De transformar engaño en sinceridad, incertidumbre en certeza. Ser honestos con nuestros sentimientos y fieles a nuestros deseos; compartirlos con quien hayamos elegido para acompañarnos en el momento en que nos encontramos para no tener que sentir nunca la amargura del beso corrompido, viciado, que deja peor sabor de boca que la enésima rebanada de pizza.

Finalmente, cabe aclarar una cuestión: no pretendo descalificar completamente a la monogamia como opción válida para las relaciones humanas. Habrá a quien este tipo de relación le venga de maravilla y jamás se sienta abrumado, atrapado o simplemente aburrido por su pareja. Quizás su apetito sexual simplemente no sea tan basto o realmente no sienta deseo alguno por nadie más, cada quien vive el amor y la sexualidad a su manera. Tampoco busco promover, por ejemplo, la poligamia como la única alternativa y la solución a todos los problemas y angustias que puede traer para algunos la vida monógama. Me parece simplemente que lo más sano –no sólo en este, sino en varios aspectos de la vida– es estar consciente de la existencia de las opciones más allá de lo impuesto. Hay más platillos en el menú que vale la pena probar, reavivemos las papilas gustativas.



Monday, July 9, 2012

de los últimos días de aquello


Desperté enredado en mis sábanas. Sentí frío en el pecho y los brazos, puesto que la noche anterior me había ido a dormir sin camiseta ya que el ambiente era más bien cálido. En algún momento de la madrugada la temperatura bajó, algo en mi garganta me molestaba y amenazaba con arruinar el viernes que apenas comenzaba. Mi alarma seguía sonando. Emite una musiquilla armoniosa de ésas que te hace sentir como que has despertado en un país de hadas y en cualquier momento serán vertidas dentro de tu boca, como primer alimento del día, jarras y jarras de ambrosía hasta que estés radiante y listo para comenzar la jornada. Pero la realidad es otra. En este caso el despertar no tuvo más gracia que un estiramiento de brazos, removimiento de lagañas y la sensación de una amarga sequedad en la boca sumamente desagradable.

            El celular me indicó que eran ya las seis de la mañana con tres minutos. Salí de la cama y recogí del suelo una bola de tela enredada de la cual separé mi ropa interior de mis pants y me puse éstos últimos. Terminé de vestirme con la ropa que tenía lista para el gimnasio y todavía tuve tiempo de prepararme un licuado de plátano antes de salir por la puerta principal a las seis y veinte.

            El sol todavía no se atrevía a salir. Las banquetas estaban encharcadas y en los árboles había gotas de agua que se balanceaban en las hojas, reflejando levemente la luz del alumbrado público. En el bosque no hay aroma más agradable que el que queda una vez que ha caído una tormenta. En la ciudad es más bien una combinación entre orines de vago y caca de perro. Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. ¿En qué momento había cambiado el clima? Pensé en regresar por un suéter, pero ya iba a la mitad del camino al gimnasio –la gran caminata de dos cuadras– y decidí aguantarme, en unos minutos estaría entrando en calor. Sin embargo, no pude dejar de pensar en lo extraño que había sido este cambio en el clima. Había algo que no cuadraba.

            Llegué a la plaza comercial donde se encuentra el gimnasio. Totalmente vacía e igual de oscura que afuera, puesto que la mayor parte de la luz que la ilumina en sus horas de operación es natural y entra por los ventanales que conforman el techo. Subí por las escaleras eléctricas, no esperando a que estas me llevaran lentamente hasta arriba sino activando de una vez las piernas, al cabo que ya me disponía a hacer algo de ejercicio. Pasé por las puertas de cristal, luego por en frente de la mesa de recepción en donde un par de empleadas ni siquiera me voltearon a ver y mucho menos me dijeron “buenos días” con una sonrisa falsa en la cara, pero no me importó. Entre menos tenga que lidiar con gente sin propósito durante el día, mejor.

            Dejé mis cosas en el locker número 131. A veces me gusta escoger este número porque es más fácil de recordar en dónde dejé mis cosas, por aquello del movimiento estudiantil. De todas formas también hago una nota del número en mi celular por si se me llega a olvidar. Claro, en el peor de los casos se me olvida el número y tengo que ir a recepción a que me digan cuál es, pero ya he dicho que lo que menos quiero es tener que perder mi tiempo con la gente.

Cualquiera diría al verme tan serio o incluso al leer esto que no estaba teniendo un buen día, pero realmente nada malo me ocurría. Simplemente así soy, siempre lo he dicho (cuando se me cuestiona sobre mi comportamiento) y lo disfruto. No crean que soy miserable, al menos no todo el tiempo. Me gusta ver a la gente directamente a los ojos cuando voy caminando y provocarles algo. Me gusta lanzar una mirada seria y penetrante. No tengo que hacer mucho esfuerzo. Mucha gente que he conocido, sobre todo al principio me pregunta constantemente: “¿Qué? ¿Qué me ves? ¿Te pasa algo?” y yo respondo “No, ¿por qué?” a lo cual contestan “Es que tu mirada me pone nervioso.”

Como sea. Salí de los vestidores, calenté un poco y empecé con mi rutina. A esa hora el gimnasio suele estar más o menos lleno. Los que entran a trabajar a las ocho o nueve de la mañana siguen por ahí “jalando” como dirían algunos. Probablemente soy de los más jóvenes que hacen uso del gimnasio. El personal es variado, aunque existen dos mayorías: las señoras mujeres de treinta o cuarenta y tantos y los homosexuales hombres de veinticinco a cuarenta.

Las primeras son realmente la personificación de las trophy wives y/o las MILFs. He visto una que otra vez a algunas de ellas haciendo ejercicio con varias de sus joyas todavía puestas. Aretes enormes, pulseras de oro o plata ridículamente grandes y pesadas para sus delgados brazos, relojes que reflejan la luz del alba cuando entra por los ventanales. Visten, desde luego, la ropa deportiva más apretada que pudieron encontrar en Saks y nadie se atrevería a protestar, considerando la nada-sutil forma en que resaltan sus prominentes curvas (la falsedad de éstas contrastando fuertemente con su bolsa Fendi auténtica). Estas curiosas y llamativas criaturas pasan su tiempo cortejando a los entrenadores personales (pagados por el marido) y supongo que algo de ejercicio harán de repente para conservar la línea.

El otro grupo, el más socialmente activo en el gimnasio, es el de los hombres. Me consta que más de un par de ellos trabaja como modelo o “edecán” y lo siguiente ya no me consta tanto, pero seguramente también hay ciertos servicios adicionales que ofrecen… de acompañamiento, digamos. A mí me da igual lo que cada quien haga. En este departamento tampoco nadie se puede quejar, porque para todos hay. Estos hombres son seres de alto nivel, los Godínez de sus oficinas los miran desde abajo y suspiran. Tienen cuerpos que los mismos griegos envidiarían y, al igual que las mujeres, no tienen miedo a atraer la atención con shorts a medio muslo, playeras sin mangas que tapan menos que tirarse un trapo encima. Sus tenis parecen comprados esa misma mañana. Al sudar huelen a Dolce & Gabbana o Tom Ford. Las dos o tres horas que se encuentran en el establecimiento son dedicadas el ejercicio, sí, pero es raro ver a alguno de ellos sudando solo y en silencio. No, a este gimnasio se va a cotorrear o a ligar. Entre cada serie de repeticiones hay momento para el chisme o para tocarse unos a otros. Es todo un espectáculo.

Los demás grupos, las minorías de las que hablaba, constarían básicamente de gente de la tercera edad y hombres heterosexuales. Los primeros realmente no sé qué hacen gastando sus últimos días en un lugar como este. Si yo tuviera su edad no estaría torturándome con esto. Los segundos tampoco comprendo muy bien qué hacen aquí. Sí, está bien estar en forma y no pesar doscientos kilos, pero más importante sería que estuvieran enfocados en un mejor trabajo, mayores ingresos. Al cabo eso es lo que por lo visto quieren todas estas mujeres que los rodean, ¿no es así? Bromeo. Tal vez.

Mi mente estaba sumergida totalmente en un mar de ideas aquella mañana como todas las otras mañanas. Quizás ni siquiera terminé mi rutina, aunque el dolor y la hinchazón en mi pecho me decía que “ya con eso estaba bien”. Así que regresé a los vestidores, tomé un par de toallas y tras deshacerme de mi ropa sudada me fui a dar un baño. Había fila para entrar a las regaderas. Un par de hombres discutían sobre fútbol o sobre política o sobre autos o cualquier otra cosa de las que suele hablar la gente porque no puede simplemente quedarse callada y escucharse a sí misma un momento. La introspección no está de moda. Finalmente entré. Tomé una ducha, lo cual fue un verdadero desastre porque primero el agua salía fría y sin presión, luego hirviendo y tan fuerte que pensé que me arrancaría la piel, luego fría y así sucesivamente. Decidí tomarme unos minutos para meditar en el vapor.

Entré al cuarto de azulejos. Estaba en silencio. Paz y tranquilidad. Tomé aire aliviado, lo cual no estuvo muy bien porque el vapor estaba muy caliente y húmedo y tosí varias veces antes de tomar asiento. Pude ver que en la banca de en frente se encontraban dos siluetas sentadas muy cerca una de otra. Se trataba de dos jóvenes, cada uno con las manos cruzadas sobre su regazo. Se veían uno a otro y de repente me miraban como si quisieran algo, ¿mi aprobación tal vez? “Adelante, muchachos,” pensé y me recargué contra la pared y cerré los ojos, ignorando la erótica escena que ocurría frente a mí. Bueno, pretendiendo ignorar. Primero intenté despejar la mente, finalmente esa era mi intención cuando entré al vapor. Inmediatamente una voz dentro de mí empezó a hablar y no se detuvo. Que si la presentación de Teoría de la Investigación, que si el proyecto de Taller de Narración, las elecciones, pasar al súper por pasta de dientes y plátanos, el fin de semana, el cumpleaños de… ya no recuerdo quien, hablarle a mi papá, regresar el libro de Bukowski a la biblioteca, renovar el libro de Wilde y por supuesto saber qué onda con Santiago. ¿Qué onda con Santiago? Era una pregunta frecuente. Pero Santiago todavía no figuraba en mi día y podía atender cosas más importantes por el momento.

Abrí los ojos, pues todo esto estaba sirviendo exactamente para lo opuesto que originalmente pensé. Mis compañeros del vapor seguían en su mundo de lujuria. Qué pasión. Qué atrevimiento. Me dio envidia verlos tan sumergidos en lo suyo. Habían logrado dejar este mundo atrás por lo menos un rato en lo que intercambiaban saliva y se palpaban cada parte de sus sudorosos cuerpos. Los observé un rato más. Aquello era más efectivo para despejar la mente que cualquier estúpida meditación. ¡Hurra por el amor húmedo y envuelto en toallas!

Después de eso me bañé. Lo mejor de la visita el gimnasio, estoy seguro, es un baño de agua fría después de salir del vapor o del sauna. Tal vez es triste verlo así, pero es el momento cúspide del día y de ahí en adelante todo va en declive. No por eso uno puede quedarse bajo el chorro de agua por el resto del día –aunque ganas no faltan– así que me sequé, me vestí y me fui a casa. Por supuesto olvidé pasar al súper por pasta de dientes y plátanos.

Para mi regreso mi madre ya había despertado. Yo amo a mi madre como a ninguna otra persona, no me malinterpreten, pero la situación ideal para mí es llegar a casa y que todo esté en silencio. Entrar a mi cuarto y recostarme sin que nadie me pida nada. Esto es posible a veces, pero cuando está mi madre no mucho. No, para nada. Apenas cierro la puerta y escucho su voz saludándome. “Buenos días,” seguido de un apodo que ni muerto escribiría. Sé que habrá un día cuando lo daré todo por una mañana más de escuchar a mi madre darme los buenos días. Por el momento estas pláticas son algo agotador para mí.

Hicimos un breve recuento de todo lo que tenía que hacer este fin de semana, me reclamó por no haber comprado la pasta de dientes y los plátanos… como si fuera la última oportunidad que tendría en esta vida de hacerlo. Dios. Mi madre no es ningún ogro. No es estricta ni enojona y mucho menos grosera, pero se agita fácilmente y suele hacer de pequeños problemas algo muy dramático. Yo no suelo siquiera subir la voz y permanezco en todo momento en un estado de serenidad. Sobre todo para este tipo de discusiones sobre cosas que realmente me dan completamente lo mismo. La indiferencia es una buena forma de irritar a tus mayores.

Me hice algo de desayunar rápidamente y alcancé a tirarme un rato sobre mi cama antes de que dieran las diez. Por fin era viernes y por primera vez en meses todo iba bien. El miércoles había tenido cita con mi terapeuta y al final de la sesión me hizo la siguiente pregunta: “¿Qué faltaría para que pudieras decir ‘estoy completamente feliz con cómo van las cosas ahora’?” Yo me quedé callado pensando un momento. Busqué por todos los rincones de mi mente y por supuesto de mi corazón para ver si había algo, por lo menos un problema por diminuto que fuera. Nada. No se me ocurría nada. Lo volteé a ver y sonreí. “No lo sé,” le respondí, temiendo que diciendo simplemente “nada” se arruinara mi suerte. Estaba bien con mis padres, estaba bien con mi pareja, estaba bien con mis amigos, estaba bien con la escuela, pero lo más importante era que estaba bien conmigo mismo. Aquella tarde salí pensando que tal vez muy pronto ya no necesitaría pagarle seiscientos pesos la hora a alguien por escuchar mis problemas, porque ya había encontrado un punto en mi vida donde quería que las cosas se quedaran donde estaban. Sí, todo lo que pasó después le dio un giro a la situación y me llevó a donde estoy ahora, que tampoco es un pésimo lugar, pero no puedo negar que me hubiera gustado detener el tiempo ahí mismo en ese momento y simplemente regocijar en ese sentimiento de plenitud que me acompañaba a todas partes. Era como un aura que, si bien no todos podían notar, por lo menos me permitía ver el mundo de forma distinta. ¿Mejor, tal vez? Quién sabe… No creo que vivir o intentar vivir eternamente en un estado de ánimo, aferrado a un sentimiento, o peor, a una emoción, sea algo muy intrigante. Es importante e interesante permitirse sentir de todo, disfrutar la caída tanto como la subida. Y toda esa bola de frases de libro de autoayuda en rebaja de Sanborns que te tienes que tragar cuando la vida ya no parece que va tan bien para convencerse de que vale la pena seguir intentando cosas nuevas, diferentes, arriesgadas.

Rodé fuera de mi cama. Lancé unas cuantas cosas dentro de mi mochila. Un par de libros por si encontraba el tiempo para leer (siempre hay tiempo, pero mi capacidad de concentración a menudo no coopera), un paraguas, cuaderno, pluma… un bocadillo por supuesto. Siempre me da por comer. Si mi madre no me hubiera heredado este metabolismo acelerado probablemente ahora sería una horrible ballena bebé varada en el litoral de mi tristeza y con cientos de Twinkies a mi alrededor. Qué verdadero asco me doy.

Salí del edificio. Jeans y camiseta negra como el noventa y nueve por ciento de las veces. Son dos cuadras a la parada del camión. Caminé de prisa porque ya se hacía tarde. A la mitad de la segunda cuadra me encontré con una barrera humana de lento movimiento conformada por dos mujeres que iban vestidas como secretarias, estaban peinadas como secretarias, platicaban como secretarias, pero caminaban como tortugas gigantes y las tortugas gigantes son algo así como los animales más lentos del mundo, por supuesto están los caracoles, pero esos no caminan. Sea como sea, estas señoritas no parecían tener ninguna prisa en la vida (dichosas ellas) y fue necesario rebasarlas. Lo logré y llegué después de unos pasos a la esquina donde tomo el microbús que me lleva a la universidad, pero justo en ese momento pasó a toda velocidad frente a mí. Adiós microbús. Adiós llegar a tiempo a clase. Adiós entrega de trabajos. Adiós calificación aprobatoria en mis materias. Adiós carrera universitaria. Adiós.

Tal vez esto es tirarse al drama un poco. Pero no quita que haya volteado a mirar con absoluto desprecio a las morosas morsas que impidieron mi ascenso triunfal al poblado de Santa Fe. Me vi entonces en la necesidad de pagar por un taxi que me llevara hasta mi destino, claro pagando doce veces más de lo que hubiera costado tomar el pesero.

Me tocó un taxista platicador (uno de cada dos lo es). En cuanto le dije que iba a la Ibero me empezó a platicar sobre la importancia de los estudios y sobre cómo uno elige qué estudiar. Me contaba sobre su hija, que había estudiado diseño gráfico y que ahora le iba muy bien. Decía que siempre había sido su pasión, su vocación. Me preguntó si yo siempre había sentido que la comunicación era mi vocación. Mi primera respuesta hubiera sido: “Pfffffffffffffffft. Señor. Por favor. No sea usted tarado.” Pero luego pensé que tal vez eso era un poco grosero. El señor taxista no tenía idea de cuántas veces me había preguntado si estaba en el lugar correcto, estudiando lo que quería y si eso me hacía feliz. En vez de eso respondí: “Claro, siempre supe que era para mí.” Luego comenzó a hablarme sobre su sobrino, que vivía en Francia y tenía mucho dinero porque había inventado no sé qué cosa. Es curioso cómo los taxistas siempre te andan contando de cuando ellos solían tener un negocio exitoso y terminaron así porque los “tranzaron” o que ellos conocen a gente influyente y cosas por el estilo. Se inventan unas cosas tremendas. Probablemente un taxista contaría mejor todo esto que llevo escrito. ¿Qué digo probablemente? Seguramente. Debería llevarle esto a un taxista cuando termine para preguntarle cómo lo ve. Tal vez en su versión yo sería un heredero al trono de un país de Europa del este que estudia en Harvard y se mete en un lío por acostarse con la esposa del decano. Los taxistas suelen ser tan ingeniosos. Creo que me quedé dormido en algún momento, pero al parecer el señor nunca se dio cuenta. Llegamos a las afueras de los edificios de ladrillo, le pagué, le deseé un buen día y caminé de prisa hacia la entrada.

Verano en la Ibero. No hay un lugar sobre la tierra donde mi apatía llegue a un nivel tal como el que manejo cuando estoy en la universidad. Llegué al salón a tomar mi primera clase. Todo transcurrió de forma normal. Los ñoños gritaron respuestas entusiasmadas a las preguntas de la maestra y casi se mojaban los pantalones con cada participación que la maestra les aplaudía. Yupi. Qué emoción. Después tuve un momento antes de la siguiente clase para comer –ya dije que siempre necesito estar comiendo– y llegué antes de tiempo al salón. Vimos una película difícil de comprender, lo cual por supuesto la hace mejor y más artística. Sin más, salí a paso veloz del salón al terminar la clase y me dirigí a la parada del pesero.

Tomé asiento junto a una persona, pero no me molesté en echarle una mirada como para poder describirla ahora, de todas formas da igual. Bueno, en esta ocasión da igual. Pero algún día podría subirme al pesero y sentarme junto a un loco y que ese loco sacara una navaja y me la pusiera en la yugular. Entonces sí tendría que hacer mención de ese personaje en la historia. Saqué mi libro y leí hasta que empecé a ver doble y finalmente me quedé medio dormido. Desperté justo un poco antes de llegar a mi destino, la estación de metro Tacubaya. Los viernes siempre voy a casa de mi padre a comer, por eso debía tomar esta ruta, tomar el metro, bajar en Juanacatlán y caminar dos cuadras. Recordé los días en que era un completo inepto para el transporte público y no sabía tomar ni el metrobús. Mi vida consistía en taxis, de sitio desde luego, porque mi madre me había metido la idea de que los taxis de la calle son del diablo. Hoy en día me viene y me va quién me lleve. Cada bajada de Santa Fe en el microbús es poner mi vida en las manos de un chavito de dieciséis años que va echando carreritas con el de al lado. He regresado de lugares de mala muerte en colonias perdidas con el amigo del amigo de un amigo que está hasta el huevo, pero pues… casual. Cuando te toca te toca, dicen por ahí.

Emergí de la estación de metro y después de un par de minutos estaba ante la puerta del edificio donde vive mi padre en la colonia San Miguel Chapultepec. Ya para cuando llegué a la puerta de su departamento estaba perdiendo el aliento y sudaba. Como siempre, la comida todavía no estaba lista y platicamos un poco mientras él terminaba de hacerla y yo me refrescaba con jugo de mandarina (que suele ser la única opción en su refri). Hablamos sobre nuestra semana, sobre las campañas políticas y también del movimiento estudiantil. Usualmente las pláticas con mi padre son tranquilas y fáciles de llevar, por lo tanto las disfruto. Lamentablemente los viernes en la tarde suelo estar algo impaciente y ansioso de ver qué planes habrá para en la noche, así que de vez en cuando estoy un poco ausente y al tanto del celular, esperando noticias de mis amigos o de Santiago. Bueno, en ese entonces esperaba saber de Santiago. Ahora no sé que esperar de Santiago. Es más, no espero nada de Santiago. Pero precisamente durante la sobremesa llegó un mensaje… de Santiago.

Odio hablar por medio de mensajes instantáneos sobre todo cuando se trata de hacer planes, así que mejor decidí llamarlo desde el baño (porque no me gusta que la gente escuche mis conversaciones, por más tontas que sean). Fue cosa de diez segundos. Alguna vez hasta nuestras llamadas más cortas duraban unos cinco minutos, pero esos tiempos se acaban pronto y por un lado está bien, porque no se trata tampoco de engañarse a uno mismo y querer quedarse para siempre en la etapa del enamoramiento cuando actúas como un baboso y todo te parece fantástico. Pisas popó de perro en la calle y le ves la forma de corazón en tu suela. Ese tipo de cosas. Quedamos de vernos en su casa dentro de media hora. Me despedí de mi padre –no sin antes pedirle algo de dinero– y me fui caminando hasta la Condesa.

Toqué en el departamento ciento tres, ubicado sobre un conocido café frente a una glorieta en el corazón de la colonia. Tan pronto presioné el botón comenzaron a ladrar los perros. Luego escuché la voz algo distorsionada de Santiago preguntar “¿quién?” y yo dije “¿quién más?” justo antes de que sonara el zumbido de la puerta siendo abierta. Lorenzo y Marcelo salieron a recibirme a la mitad de las escaleras. Son los perros más cariñosos que he conocido, pero también los más mimados. Los dos son Yorkshire Terriers, o yorkies como todo el mundo les dice. Lorenzo es hijo de Marcelo, aunque la gente siempre piensa que es al revés pues Lorenzo es casi del doble del tamaño de Marcelo. Tomé a cada uno con un brazo y los cargué dentro del departamento. Santiago nunca me recibía en la puerta, sólo la dejaba entrecerrada para que yo entrara y lo buscara. Por lo regular estaba en su cama acostado viendo la tele. Cerré la puerta con un pie, caminé hasta el cuarto de Santiago. Efectivamente estaba ahí echado y apenas volteó a verme cuando entré. Puse a los perros sobre la cama, me quité la mochila y la puse en el piso junto a ella. Luego me subí de mi lado, lo abracé y lo besé. Él, con la vista clavada en la televisión, puso su brazo alrededor de mí.

–      ¿Qué onda, cómo te fue? – Me preguntó.
–      Pues bien, normal, ¿y tú?
–      Bien, apenas llegué hace rato del trabajo. Estoy esperando a que me hable mi prima a ver qué onda.

La prima de Santiago venía desde Cancún ese fin de semana a visitarlo. Se suponía que se verían esa noche para tomar algo y que ella y su esposo se quedarían en su departamento hasta el domingo. Cuando me contó por primera vez de este plan yo no estaba muy seguro de qué se esperaba de mí en esta situación. ¿Debía hacerme a un lado este fin de semana y darle su espacio a Santiago para estar con su prima? ¿Quería que estuviera con él y la conociera? Afortunadamente él me aclaro las cosas y dijo que definitivamente debía pasar el fin de semana con ellos y quedarme a dormir ahí de viernes a lunes como lo había estado haciendo los últimos meses. Santiago, todavía más que yo, era muy malo con las palabras y le costaba mostrar afecto. Sin embargo, a través de sus acciones era como yo podía percibir su interés y cariño. Estas demostraciones me parecían más auténticas que cualquiera de las cursilerías que había escuchado con antiguos pretendientes. Cada fin de semana que me abría las puertas de su casa era para mí suficiente para saber que le importaba y me apreciaba.

Esa noche cada quien saldría por su lado y luego nos reencontraríamos en el departamento en la noche. Yo iría con mis amigos a beber. Cuando uno está en una relación sueles empezar a ser odiado por el resto de tu grupo de amigos. Por un lado están los celos y por otro lado realmente empiezas a descuidar tu relación con ellos. Es fácil olvidar que ellos son los que siempre están ahí para ti cuando estás solo o cuando estás acompañado, jodido o adinerado, entachado o pachipedo. Sin embargo, todavía era algo temprano, algo así como las siete, así que nos quedamos acurrucados en la cama un rato más mientras esperábamos noticias de mis amigos o de su prima.

Me despertó la vibración de mi celular poco antes de las diez. Mi amiga gritaba por el auricular reclamándome porque no había llegado todavía. Le dije que ya iba en camino y que si había suficiente alcohol o tendría que pasar a un Oxxo antes de llegar para comprar algo. Claro que no había suficiente alcohol, nunca lo hay.

Intenté despertar a Santiago moviéndole el brazo, él sólo me gruñía. Tuve que traer a Marcelo hacia su cara para que comenzara a lamerlo, sólo así despertó.

–      Ya me voy. – Anuncié.
–      ¿Ya te vas? Bueno, ¿a qué hora regresas?
–      Pues no sé, tú avísame cuando ya vengas. Pero, ¿sí vas a ver a tu prima? Ni te ha hablado.
–      Sí, yo creo que ya en un rato viene.

Me desagradaba la idea de dejarlo así tan solo, modorro y esperando. Además nunca puede uno quedar bien. Si te vas y los dejas solos te reclaman por el abandono y si te quedas a hacerles compañía es muy probable que recibas un “no siempre tenemos que estar juntos, eh. Cada quien puede hacer sus planes.” Total que decidí seguir con mi plan y tomé un taxi en la calle hacia la Juárez. “Santiago ya está grandecito,” pensé. Sí, por supuesto que ya estaba grandecito –casi el doble de mi edad– pero ya sabía por el tiempo que habíamos estado juntos que eso no era garantía de una relación libre de berrinches y jueguitos estúpidos. Sólo esperaba poder ahorrármelos aquella noche.

Pasé al Oxxo por una botella de vodka y jugo de arándano. Suficiente para mí y un acompañante, los demás tendrían que ir a comprar su propia botella. Llegué al departamento. Había unas ocho personas alrededor de una mesa sobre la cual sólo había cajetillas de cigarros, celulares y un plato con algunos pedazos de queso brie. Encantador.

La noche pasó sin pena ni gloria. No recuerdo cuánto tomé, pero fue suficiente, o tal vez más que suficiente. En algún momento llegamos a la Condesa, a un horrible horrible lugar llamado Zydeco. Entramos, alguien ordenó shots de tequila para todos. Hacía mucho que no estaba en un lugar tan desagradable. He visto congales en el centro más acogedores que ese bar. Nadie baila, todos ven la pantalla de su celular. Ellos con sus camisas abiertas y cadenas con crucifijos. Ellas con sus vestiditos apretados y una capa de maquillaje de tres centímetros de espesor embarrada por toda la cara. Me quedé mirando una pantalla que mostraba un video promocional del lugar en el cual salían chavitas que parecían no tener más de dieciocho años quitándose la camiseta y frotándose unas contra otras. “Classy,” pensé. Trajeron la cuenta. Cada shot de tequila corriente costaba ochenta pesos. Decidí que eso no era para mí y que además ya se estaba haciendo tarde y tenía sueño (los viernes acabo agotado) así que me escabullí entre la gente y salí del lugar. Mis amigos se encargarían de la cuenta.

Empecé a caminar hacia casa de Santiago, procurando no tambalearme, sobre todo al cruzar las avenidas más concurridas y por las cuales pasaban jóvenes imprudentes a toda velocidad. Estoy seguro que algún día moriré aplastado por uno de esos. Crucé el Parque México elegantemente y sin asaltos. Llegué al edificio y toqué el timbre. La puerta se abrió y subí con trabajo las escaleras. Santiago estaba en pijama esperando en la puerta con ojos de borrego a medio morir. Lo abracé, o más bien me detuve de él y le pregunté “¿No saliste con tu prima?” A lo cual contestó “No, se le complicaron las cosas.” Me sentí mal por él y por haberlo dejado.

Me tomé un vaso de agua y me lavé los dientes antes de meterme a la cama donde Santiago ya estaba en posición fetal. Apagué la luz y cerré los ojos. Unos minutos más tarde sentí como ponía sus brazos alrededor de mí. El highlight de mi noche sin duda.

Sábado por la mañana. Amaneció completamente gris y mojado. El clima estaba como para quedarse en casa envuelto en cobijas viendo películas y tomando chocolate caliente, pero nosotros teníamos que bañarnos y arreglarnos para pasar por la prima de Santiago y tomar la carretera a Hidalgo, donde pasaríamos el día. Afuera del edificio, en la glorieta, había un coche estampado contra un árbol. Estaba básicamente deshecho del frente. No había nadie alrededor, ni el dueño, ni la aseguradora, ni una ambulancia, nada. Le tomamos algunas fotos y nos subimos al coche de Santiago. Marcelo y Lorenzo iban con nosotros desde luego (Santiago los llevaba a todas partes). Se subieron en mis piernas y quedé completamente enlodado al instante. Santiago siempre se ponía del lado de los perros, así que yo casi ni dije nada al verme cubierto de suciedad. “Ay, eso se quita,” se apresuró a decir Santiago cuando vio mi cara de disgusto. “Mhmmm,” respondí.  

Su prima nos esperaba con su marido en la parada del metrobús revolución. Fuimos presentados algo incómodamente pues ellos se subieron en la parte trasera del auto y yo sólo pude voltear y saludarlos con un apretón de manos a cada uno. Por lo menos se llevaron a Lorenzo a la parte de atrás y así sólo tuve que cargar con el pequeño Marcelo. Santiago y su prima fueron platicando básicamente todo el camino sobre todos sus familiares. Chismes, noticias y recuerdos no faltaron. Mientras tanto yo iba checando Google Maps puesto que no estábamos muy seguros de nuestra trayectoria a seguir. Después de un rato nos detuvimos a desayunar en un puesto gigante de barbacoa. Parecía un circo, formado por grandes carpas de varios colores: rosa, naranja, amarillo, rojo. Por dentro todos los colores se reflejaban y creaban una atmósfera peculiar. Empezó a llover en cuanto ordenamos. Ellos pidieron una montaña de barbacoa y tortillas, yo preferí unas quesadillas de tinga, porque el olor y la consistencia de la barbacoa me desagrada. Esto fue motivo de reproche para Santiago, porque siempre decía que no desayunaba más que chilaquiles o hot cakes. Se encargaba de contarle a todo el mundo con quienes llegábamos a comer. Yo en cambio veía con malos ojos su costumbre de comer siempre con un perro sobre el regazo y de andar pellizcando su comida para darles pedacitos de carne en la boca. Al final los perros acababan comiendo igual o más que él. Sus perros eran sus hijos, su vida. Ya hubiera querido yo que me tratara tan bien como a uno de ellos. Nada me hubiera faltado nunca. Siempre intenté ganármelo siendo bueno con ellos, digo, de por sí me gustan los perros, pero a estos les tenía que hacer más fiestas y consentirlos tanto como él mismo lo hacía. Probablemente sus perros, así como él, nunca lograron llegar a tenerme cariño de verdad. Sólo veían en mí a alguien de quien se podían aprovechar.

Llovía cada vez más fuerte y dentro de la carpa el agua entraba sin mucho problema. Era como si adentro también lloviera, pero las gotas eran más pequeñas. De todas maneras nos estábamos mojando y ya estábamos llenos, así que lo mejor sería dejar ese lugar atrás y seguir con el itinerario. Corrimos al coche bajo la lluvia y continuamos por la carretera.

Pasamos por Pachuca, pero no nos detuvimos ahí, lo cual me alegró porque no se veía particularmente bonito. Nuestro destino, al cual finalmente llegamos después de algunas vueltas, eran los Prismas Basálticos. Llegamos. No llovía, pero tampoco había salido el sol. Dimos una vuelta por el lugar. Las formaciones rocosas  estaban en medio de dos acantilados de unos sesenta metros de altura, conectados por un puente colgante al cual Santiago y yo nos subimos e hicimos temblar por ponernos a saltar como idiotas a la mitad del mismo. Juro que si en ese momento se hubiera caído aquel puente por nuestras estupideces yo hubiera muerto feliz.

Nos tomamos algunas fotos con el paisaje atrás, como suele hacer una típica pareja. La típica sonriendo, posando con los perros, haciendo caras estúpidas, dándonos un beso. Luego Santiago compró unos pedazos de sandía con chile y nos sentamos sobre el pasto a disfrutar y relajarnos.

–      ¿Te gusta? – Me preguntó.
–      Sí, –dije, mientras le quitaba las semillas a un pedazo de fruta.– Está increíble. ¿Cómo te enteraste de este lugar?
–      Lo vi en la televisión hace tiempo y vinimos a pasear. Me gustó mucho, por eso quise venir de nuevo y traerte. – Dijo.
–      ¿Vinieron quienes?
–      Mi ex novio y yo.
–      Ah… – Contesté.

No podía comprender por qué había pensado que sería buena idea traerme a un lugar que le recordara a su ex novio. Yo procuraba no hablar de ese tema porque sabía que era una cuestión delicada. Mi intención es siempre evadir cualquier tipo de conflicto que pueda ser evadido. No me gusta pelear, no me gusta reclamar. Quizás me callo muchas cosas que no debería. Tal vez no me doy cuenta de que las relaciones también pueden nutrirse mucho de las discusiones y las reconciliaciones. No que tenga uno que estar peleando siempre, ¿pero qué tan sano es no pelear para nada? En las peleas hay pasión, los celos pueden ser señal de un verdadero interés. ¿Era esta la chispa que le había faltado a todas esas relaciones pasadas que terminaron en fracaso? De todas formas no dije más. Sólo miré a Santiago profundamente a los ojos sin pronunciar una palabra. Como siempre, esto lo ponía nervioso y después de un par de segundos me preguntaba: “¿Qué?” Algo que yo ya esperaba. Respondí simplemente “nada” mientras me ponía de pie y me alejaba hacia el bote de basura para tirar el vaso donde venía la sandía. Regresé y mirándolo desde arriba le dije “¿Nos vamos? Ya va a ser hora de comer.” Se puso de pie, se sacudió los jeans y nos reunimos de nuevo con su prima y su esposo que nos esperaban en unos columpios cerca del auto.

Bajamos hasta el pueblo de Real del Monte. Era un lugar encantador, con la particularidad de que si volteabas hacia arriba podías ver que todo estaba rodeado por colinas y que éstas estaban cubiertas de neblina que más bien parecían nubes que volaban extremadamente bajo. El viento empezó a soplar y el frío se volvió casi insoportable, sobre todo porque nosotros no llevábamos más que un suéter ligero, pues no habíamos previsto que nos enfrentaríamos a este tipo de condiciones climatológicas. Nos pusimos a buscar un lugar dónde comer, pero el problema era que ninguno admitía a nuestros amigos caninos. Finalmente dimos con uno que nos aceptó a todos con gusto y en el cual los platillos estaban tan bien servidos que nadie pudo terminar con el suyo. Bueno, yo sí pude, pero nadie come como yo después de una larga caminata. Con todo un plato gigantesco de enchiladas de mole en mi panza, emprendimos el regreso hacia el D.F. Está de más mencionar que después de dos minutos de haberme subido al auto me quedé completamente dormido, cosa que no habló bien de mi habilidad como copiloto y que Santiago me reclamó fuertemente porque al llegar a la ciudad no supo dónde dar una vuelta y perdimos media hora manejando por lugares perdidos cerca de Indios Verdes.

Llegamos de nuevo a la Condesa, donde su prima y su esposo decidieron quedarse. Nosotros nos fuimos al cine en Plaza Universidad. Acababa de salir Prometeo y los dos teníamos algo de curiosidad por verla. Compramos nuestros boletos y unas palomitas grandes. Su mitad llena de chile y la mía cubierta de mantequilla. La película fue una jalada, como era de esperarse, pero tuvo sus partes emocionantes. Cuando empezaron a salir los créditos volteé a ver a Santiago y él sólo dijo: “Ash, qué cosas me traes a ver.” Ese “ash” era típico de él. Su muestra de inconformidad para cualquier ocasión. Yo comencé a usar la expresión cada vez más seguido y él siempre me decía que dejara de copiarle, a lo cual yo contestaba que todo el mundo ya usaba el ash desde siempre y él no lo había inventado. Ahora veo que es probable que sí le haya copiado su estilo de ash, con ese tonito particular, que sigo usando y que me lo recuerda cada vez que lo hago. Nos levantamos de las butacas y nos largamos.

Fue un silencioso camino de regreso. Por más que intentaba hacerle plática a Santiago sobre la película él no tenía nada que decir. Era como hablarle a una pared. No, peor, era como hablarle a una roca, porque estoy seguro que detrás de toda pared te escucha por lo menos un vecino chismoso. Quería que me dijera que había odiado la película, o que no le había entendido, o que ya no tenía derecho a escoger qué película ver de ahora en adelante, o que me odiaba a mí, que yo no lo entendía. Digo, de todas formas ya me estaba quedando muy claro, sólo quería ver alguna respuesta de su parte. Pero nada, no había nada. Estaba más frío y lejano que nunca. Alguna vez en este mismo viaje al cine habíamos llenado el silencio creado por la falta de estéreo de su coche cantando a capela y burlándonos uno de otro sobre cómo no nos sabíamos bien una u otra canción. Ese había sido un momento único e irrepetible, ahí radicaba su belleza, pero saber que algo así sólo ocurre una vez también puede ser devastador.

Llegamos al departamento de la Condesa. Nada fue dicho sobre algún plan de salir esa noche, estábamos completamente agotados. Los huéspedes llegaron al cabo de una hora y se instalaron en su cuarto. Mientras tanto nosotros nos quedábamos dormidos viendo televisión en el cuarto de Santiago. Los perros estaban, como era costumbre, acostados entre nuestras piernas. Dormir los cuatro en la misma cama era todo un sufrimiento. Si querías voltearte para el otro lado había que quitar del camino un brazo o una pierna y despertar a uno de los perros para que te diera chance. A veces, cuando las bolas de pelo no se podían estar quietas, te pasaban encima sin ningún remordimiento y subían y bajaban hasta que amanecía. Recuerdo que mis primeras noches aquí fueron tormentosas. No podía conseguir ni un par de horas de sueño, pero todo valía la pena al final y por las mañanas no había ningún rencor de mi parte al sacar a los perros a pasear por el parque. Me quedé dormido mientras recordaba aquellas noches y soñé que estaba ahí mismo sobre la cama, pero completamente solo. Comenzaba a hacer cada vez más frío dentro de la habitación. Del techo caían gotas de agua helada. “Santiago, te dije que vieras lo de la gotera del baño y mira, ahora hasta en tu cuarto está,” decía yo, pero nadie contestaba. Me levantaba y caminaba temblando alrededor de la casa. Ya no había muebles más allá de la cama. Por todas partes se filtraba el agua helada y por más que buscaba, en cada habitación y dentro de cada clóset no había nada más que el agua que se estaba acumulando en todas partes y que ya me llegaba a las rodillas. Santiago no estaba por ninguna parte, tampoco sus perros. Yo estaba más preocupado por su paradero que por lo que me esperaba de quedarme ahí encerrado. No podía evitar sentir que ellos probablemente estaban en algún problema y por eso no estaban ahí, no me daba cuenta de que el que estaba en aprietos era yo si no me movía y hacía algo pronto. El agua me llegaba ya al pecho, así que nadé por el pasillo hasta el balcón, que estaba cerrado. Pude ver que afuera todo estaba bien, no llovía como ahí adentro y el sol iluminaba la glorieta. Entonces vi cómo Santiago llegaba al centro de la misma con los perros y volteaba hacia el balcón en donde podía verme flotando, con mi cabeza ocupando los escasos treinta centímetros que quedaban entre el agua y el techo. Me miraba como si nada, sonrió y levanto la mano para saludarme… ¿o acaso se despedía? El agua subió más y cerré los ojos, preparado para el momento en que entrara a mis pulmones. Al abrirlos desperté en la cama del mundo real y sentí un alivio impresionante. De inmediato me moví hacia el cuerpo caliente de Santiago y me aferré a él hasta que los primeros rayos del sol entraron por la ventana. Lo de aquella noche había sido sólo un sueño, pero lo que me esperaba aquel día era la realidad y en la realidad, a diferencia de los sueños, hay dolor.



Wednesday, May 23, 2012

de mi admirador secreto

Desde hace unos cuantos meses comencé a recibir unos mensajes anónimos en mi Tumblr. Pronto me di cuenta -por la forma en que están redactados- que provenían de la misma persona. Al principio los contestaba y publicaba en el blog porque eran algo nuevo y tenían su gracia y encanto. Hoy todavía recibo un par de ellos al mes y los sigo apreciando, sólo que ya son muchos para publicarlos, sobre todo porque son más que nada para que los lea yo y no el mundo. Tengo algunos de estos mensajes capturados y guardados como imágenes y decidí compartirlos por aquí para que los lean y sepan qué es tener un admirador secreto de calidad, puesto que el mío es todo un poeta. Asimismo, tal vez el mismo autor de estos parrafitos lea esta entrada y le dé gusto que por fin haya contestado todos sus cartas. Pero si en lugar de eso se siente ofendido por haberlas publicado... ¡pues perdón, pero el mundo necesita ver esto!

Da click a la imagen para hacerla grande y leer.

Este fue uno de los primeros mensajes que recibí de Anónimo. Creo que está muy claro que hay cierta atracción de su parte hacia mí. Existe aquí un deseo y una ambición que involucra un camino lleno de obstáculos. ¡Pero hay esperanza!


Este es uno de los mensajes más poéticos. Realmente creo que Anónimo se enfoca más bien en transmitir sentimientos, dejando a un lado las reglas de redacción/ortografía. Es una de las razones por las que admiro sus mensajes, vienen de lo más profundo, me permiten realmente ver dentro de su alma. Por cierto, suele terminar sus mensajes con la frase "que te parecen estas palabras de mi para ti." Bueno, Anónimo, ahora te estoy explicando precisamente qué es lo que siento al leerte.


Encantador verdaderamenta cómo expresas tu dolor, pero lamento que se deba a mí. ¿Cuánto tiempo más podrás aguantar así, oh querido Anónimo?


De mis mensajes favoritos definitivamente. Anónimo, quiero que me dediques todo un libro de poemas, o una novela, o lo que tú quieras. Es realmente fascinante.


Tu admiración por mí es algo que no comprendo, pero esa capacidad que tienes para expresar lo que traes dentro la envidio.


Nada me complacería más. Este es mi primer intento de reunir los escritos que recibo de tu parte. No me molesta ni fastidia, al contrario, siempre estoy feliz de leerte, Anónimo.