Me encanta la pizza. Me encanta. Caliente o fría, gruesa o delgada, a
la leña o en el horno, crujiente o suave, por rebanada o por metro,
vegetariana, cubierta de carne, de cuatro quesos, con salsa inglesa o relleno
en las orillas. Me fascina la pizza. Pero no podría, aunque encontrara la pizza
perfecta, comer sólo eso todos los días por el resto de mi vida.
Claro, el primer día todo es fantástico. Pizza
de desayuno. Es amor a primera vista, me siento capaz de cualquier cosa. Tomo
dos, no, mejor tres rebanadas. Odio quedarme con ganas de más. Poco menos de un
minuto en el horno de microondas y ya está. Placer inmediato. Luego, al cabo de
unas horas, cuando mi estómago vacío empiece a reclamar y mis papilas
gustativas se estremezcan con sólo recordar su flagrante sabor, pizza para
comer. El reconfortante sentimiento de abrir el refrigerador y ver caja sobre
caja de mi pizza favorita me llena de serenidad. Devoro –con menos asombro esta
vez, pero el mismo gusto– unas cuantas rebanadas más. Finalmente, al terminar
el día, en la cama, con la laptop en las piernas y el último capítulo de Game Of Thrones en pantalla me acurruco
con el último plato del día. Hasta ahora todo es miel sobre hojuelas.
Día dos. Sentado sobre la cama mientras me
estiro percibo un dejo de aroma a queso, carne y salsa de tomate en la
habitación. El plato, impregnado de olor, con sus deshidratadas manchas rojas y
queso petrificado en las orillas, me revuelve el estómago. Me dejo caer una vez
más sobre el colchón y hundo mi rostro en la almohada. Mi estómago gruñe. Hoy,
para variar, he despertado con un apetito voraz. Mis pies se arrastran hasta la
cocina mientras imagino un mundo de posibilidades culinarias. Para empezar,
quizás un mango en su punto, clavado en un tenedor para poder comérmelo a
mordidas. Tampoco le diría que no a un licuado de plátano, seguido de un gran
plato de chilaquiles gratinados con cebolla y su justa ración de frijoles a un
lado. “Probablemente sea mejor dejar el licuado como postre,” pienso, mientras
abro la puerta del refrigerador. Adentro, ocho cajas de pizza ocupan todo el
espacio del gélido contenedor. Suspiro. Resignado, tomo un par de rebanadas y
las veo dar vuelta tras vuelta bajo la amarillenta luz mientras se esfuman los
restos de fantasía gastronómica de mi cabeza. En un intento por reavivar la
llama de lo que tuvimos ayer, riego unas gotas de salsa picante sobre la
grasosa superficie de mi vulgar, pero benévola amada. En el fondo sé que este
disfraz no bastará para hacer frente a la insoportable cotidianidad a la que me
he sometido por elección y que terminará por asquearme y hacerme despreciar ese
sabor que alguna vez me satisfizo tanto.
Nunca he formalizado una relación con una
pizza (aunque admito que ganas no me han faltado en más de una ocasión), pero
he tenido una buena cantidad de ellas con humanos durante los últimos años, así
que hablaré desde mi experiencia. Estoy consciente de que mi metáfora resulta
simplista. Una persona no es –aunque esté a una llamada de aparecer caliente y
en tu puerta en treinta minutos– una pizza de tocino con pimiento verde. Sus
sentimientos y uso de razón la colocan en un nivel de complejidad un poco más
alto que el de una simple masa cocida. Una cosa es la caja de cartón vacía que
desechamos con toda facilidad al día siguiente de nuestro encuentro, y otra muy
distinta es ese bulto junto al cual amanecemos día con día; lleno de deseos,
emociones, necesidades y expectativas que buscan saciar con o a través de nosotros.
En efecto, la mezcla de ingredientes de la pizza se queda corta ante el
embrollo psicológico humano. Sin embargo, el disgusto de probar la centésima
nonagésima tercera rebanada de pizza, creo yo, se asemeja bastante al del beso
que se da por compromiso, por rutina, por obligación y no ya por amor o deseo.
Hablo de los efectos de uno más de los
absurdos que conforman el status quo del ser humano y su ofuscado sentido de la
moral. Un precepto establecido desde tiempos antiguos (en ciertas culturas) que
se fue incorporando con el paso de los años en el paradigma social aceptado principalmente
por occidente. Una noción que en nuestra sociedad actual se mantiene como norma
absoluta y pilar de la misma, a pesar de la hipocresía que esto conlleva en
muchos casos: la monogamia.
Del griego monos
(uno solo) y gamos (matrimonio,
unión), la monogamia, según la Real Academia Española, es –además de su primera
y obvia acepción como cualidad de monógamo– el “régimen familiar que veda la
pluralidad de esposas.” La definición es tan limitada como la idea que encierra
y por ende me veo obligado a profundizar para no caer en malentendidos. No
hablo sólo de un “régimen familiar” (matrimonio), ni del caso de un sólo sexo u
orientación sexual (puesto que la definición se concentra en la “pluralidad de
esposas” únicamente). Englobo en este
término todo tipo de relación sexual, afectiva o conyugal entre dos humanos y
sus diferentes variantes o combinaciones. Así pues, entiendo al monógamo como
aquel que elige amar, tener sexo o comprometerse con una sola pareja a la vez.
Vale la pena preguntarse antes que nada, ¿cómo
surge la monogamia? ¿Es una práctica natural de nuestra especie o se trata de
un constructo social? Pues bien, por el lado biológico existen todo tipo de
teorías. Algunas de ellas aseguran que los primates comenzaron a practicar la
monogamia para asegurarse de que otros machos de la comunidad no mataran a sus
crías. Otros científicos postulan la idea que no se dio por la protección de
las crías, sino de la pareja, a la cual no se le despegaban por temor a
perderla. Hay incluso algunas otras teorías que se refieren a la evolución de
los aparatos reproductores masculinos como la razón de que el sexo
–específicamente hablando, el coito– de nuestros antepasados comenzara a durar
cada vez más, lo cual fue generando un sentimiento de intimidad y cercanía que
pudo haber dado origen a la monogamia. Por otro lado, enfocándonos más en la
dimensión cultural y social del ser humano, hay también una serie de posibles
explicaciones que adjudican sobre todo a los conceptos de propiedad y herencia
de bienes materiales la predilección del hombre por tener una sola pareja que
le provea descendientes legítimos los cuales recibirían su legado. La lista de
conjeturas y especulaciones al respecto se alarga de manera casi interminable,
pero el punto aquí es que no hay sólo una respuesta sino muchas. Por lo tanto
es seguro decir que –con base en sus ambiguos orígenes y su práctica parcial
entre la población– la monogamia no es una cualidad intrínsecamente humana.
¿Así que por qué nos arraigamos a ella con tanta convicción desde antes de
saber amarrar nuestras agujetas, cuando caminábamos mano en mano con nuestro
novio o novia de preprimaria? Todo se reduce, desde mi óptica, a un concepto:
inseguridad.
Una de las principales razones por la cual uno
toma la decisión consciente de ser monógamo sigue más o menos un tren de ideas
como: “no voy a tener sexo con ninguna otra persona porque no quiero que mi
pareja lo haga tampoco.” La idea de que nuestra pareja sea capaz de desear
alguien más nos llena de dudas sobre nosotros mismos, aunque estamos
conscientes de que nosotros mismos no podemos evitar tampoco sentir atracción hacia
otros a pesar de nuestro profundo enamoramiento. Detrás de los celos que puede
desencadenar una sola mirada de nuestra pareja en dirección a otro hombre o
mujer se esconde un “no soy suficiente para él o ella.” Esta es, me parece, la causa
primordial por la cual la gente se niega a explorar más allá de los límites de
la monogamia: se asocia con la admisión de una carencia. De esta manera,
basamos el compromiso principal de nuestra relación no ya en el amor y devoción
que nos profesamos, sino en el miedo, el miedo de estar incompletos, de perder
al otro, del abandono. No nos damos cuenta de que la verdadera carencia es
valerse de un contrato social para mantener un sofocante lazo alrededor de
nuestra pareja, en lugar de confiar en que permanezca a nuestro lado por todo
lo que tenemos que ofrecer, no sólo en el ámbito sexual sino en todo lo demás.
Este tipo de actitudes posesivas son las que a la larga erosionan más
gravemente nuestras relaciones y no es raro que las lleven a su fin.
La inseguridad también se manifiesta en nuestra
constante y fútil búsqueda de la aceptación por parte de la sociedad. La
monogamia se espera de todos. Así como la gente asume la heterosexualidad de
una persona al preguntar, en mi caso por ejemplo, si tengo novia en lugar de
pareja (o en su defecto novia o novio),
la mayoría de las personas da por hecho desde la primera cita que todo se
dirige a un destino ineludible: la exclusividad. Aquel que no comparte este
empeño y que en cambio manifiesta su deseo o muestra su inclinación por tener
múltiples parejas sexuales será frecuentemente incomprendido y rechazado sin
escrúpulos. ¿Cómo no temerle a la exploración de la sexualidad cuando se nos demuestra
constantemente que será motivo de sufrimiento? Sabemos que la discriminación de
género y la homofobia se apoyan en ideas como la “promiscuidad” para
descalificar y marginar. Esta incomprensión y rechazo son las bases mediante
las cuales operan mecanismos de control de conducta como la heteronormatividad
y el machismo, están indudablemente al servicio del patriarcado. La falta de
representación de relaciones alternativas o su asociación con cualidades
negativas provoca en el individuo una omisión de su existencia o una obligación
de reprimir sus propios anhelos para ajustarse al modo de vida aceptado, con toda
la ansiedad que esto implica.
La represión de nuestra pulsión sexual genera
una proclividad hacia prácticas que –a diferencia de una poligamia acordada,
sana y responsable– pueden resultar sumamente dañinas no sólo para nuestra
relación y nuestra pareja, sino para nuestro propio bienestar físico y mental. Un
compromiso que se hace sin convicción está destinado a quebrantarse. El
resentimiento que siente la persona al sentirse defraudado por la promesa de
eterna felicidad de la monogamia será proyectado casi indudablemente hacia su
pareja y comenzarán entonces las mentiras y los pérfidos juegos que
ultimadamente nos dejan destrozados o nos convierten en seres mezquinos, faltos
de empatía y consideración. Nos hacemos de amantes con los que copulamos entre sombras,
siempre ocultos, resguardándonos detrás de ostentosos arreglos florales y sonrisas
falsas que enmascaran nuestra culpa al dar la cara a quien se supone debería
ser nuestro verdadero cómplice.
De esto hablo, de complicidad con el amado –o
los amados, pues no hay que dejar fuera de la ecuación al poliamor– más que con
aquellos sujetos con quienes sostenemos encuentros, esporádicos o regulares,
para satisfacer necesidades principalmente fisiológicas (por esto tampoco
quiero inferir que haya que considerar a estos menos dignos como personas).
Hablo de tomar esa fragilidad de la que pende nuestro idilio y convertirlo en
la más grande de sus fortalezas. De transformar engaño en sinceridad,
incertidumbre en certeza. Ser honestos con nuestros sentimientos y fieles a
nuestros deseos; compartirlos con quien hayamos elegido para acompañarnos en el
momento en que nos encontramos para no tener que sentir nunca la amargura del
beso corrompido, viciado, que deja peor sabor de boca que la enésima rebanada
de pizza.
Finalmente, cabe aclarar una cuestión: no
pretendo descalificar completamente a la monogamia como opción válida para las
relaciones humanas. Habrá a quien este tipo de relación le venga de maravilla y
jamás se sienta abrumado, atrapado o simplemente aburrido por su pareja. Quizás
su apetito sexual simplemente no sea tan basto o realmente no sienta deseo
alguno por nadie más, cada quien vive el amor y la sexualidad a su manera.
Tampoco busco promover, por ejemplo, la poligamia como la única alternativa y
la solución a todos los problemas y angustias que puede traer para algunos la
vida monógama. Me parece simplemente que lo más sano –no sólo en este, sino en
varios aspectos de la vida– es estar consciente de la existencia de las opciones
más allá de lo impuesto. Hay más platillos en el menú que vale la pena probar,
reavivemos las papilas gustativas.