Wednesday, May 13, 2015

Pensando Fuera De La Caja (De Pizza)


Me encanta la pizza. Me encanta. Caliente o fría, gruesa o delgada, a la leña o en el horno, crujiente o suave, por rebanada o por metro, vegetariana, cubierta de carne, de cuatro quesos, con salsa inglesa o relleno en las orillas. Me fascina la pizza. Pero no podría, aunque encontrara la pizza perfecta, comer sólo eso todos los días por el resto de mi vida.

Claro, el primer día todo es fantástico. Pizza de desayuno. Es amor a primera vista, me siento capaz de cualquier cosa. Tomo dos, no, mejor tres rebanadas. Odio quedarme con ganas de más. Poco menos de un minuto en el horno de microondas y ya está. Placer inmediato. Luego, al cabo de unas horas, cuando mi estómago vacío empiece a reclamar y mis papilas gustativas se estremezcan con sólo recordar su flagrante sabor, pizza para comer. El reconfortante sentimiento de abrir el refrigerador y ver caja sobre caja de mi pizza favorita me llena de serenidad. Devoro –con menos asombro esta vez, pero el mismo gusto– unas cuantas rebanadas más. Finalmente, al terminar el día, en la cama, con la laptop en las piernas y el último capítulo de Game Of Thrones en pantalla me acurruco con el último plato del día. Hasta ahora todo es miel sobre hojuelas.

Día dos. Sentado sobre la cama mientras me estiro percibo un dejo de aroma a queso, carne y salsa de tomate en la habitación. El plato, impregnado de olor, con sus deshidratadas manchas rojas y queso petrificado en las orillas, me revuelve el estómago. Me dejo caer una vez más sobre el colchón y hundo mi rostro en la almohada. Mi estómago gruñe. Hoy, para variar, he despertado con un apetito voraz. Mis pies se arrastran hasta la cocina mientras imagino un mundo de posibilidades culinarias. Para empezar, quizás un mango en su punto, clavado en un tenedor para poder comérmelo a mordidas. Tampoco le diría que no a un licuado de plátano, seguido de un gran plato de chilaquiles gratinados con cebolla y su justa ración de frijoles a un lado. “Probablemente sea mejor dejar el licuado como postre,” pienso, mientras abro la puerta del refrigerador. Adentro, ocho cajas de pizza ocupan todo el espacio del gélido contenedor. Suspiro. Resignado, tomo un par de rebanadas y las veo dar vuelta tras vuelta bajo la amarillenta luz mientras se esfuman los restos de fantasía gastronómica de mi cabeza. En un intento por reavivar la llama de lo que tuvimos ayer, riego unas gotas de salsa picante sobre la grasosa superficie de mi vulgar, pero benévola amada. En el fondo sé que este disfraz no bastará para hacer frente a la insoportable cotidianidad a la que me he sometido por elección y que terminará por asquearme y hacerme despreciar ese sabor que alguna vez me satisfizo tanto.

Nunca he formalizado una relación con una pizza (aunque admito que ganas no me han faltado en más de una ocasión), pero he tenido una buena cantidad de ellas con humanos durante los últimos años, así que hablaré desde mi experiencia. Estoy consciente de que mi metáfora resulta simplista. Una persona no es –aunque esté a una llamada de aparecer caliente y en tu puerta en treinta minutos– una pizza de tocino con pimiento verde. Sus sentimientos y uso de razón la colocan en un nivel de complejidad un poco más alto que el de una simple masa cocida. Una cosa es la caja de cartón vacía que desechamos con toda facilidad al día siguiente de nuestro encuentro, y otra muy distinta es ese bulto junto al cual amanecemos día con día; lleno de deseos, emociones, necesidades y expectativas que buscan saciar con o a través de nosotros. En efecto, la mezcla de ingredientes de la pizza se queda corta ante el embrollo psicológico humano. Sin embargo, el disgusto de probar la centésima nonagésima tercera rebanada de pizza, creo yo, se asemeja bastante al del beso que se da por compromiso, por rutina, por obligación y no ya por amor o deseo.

Hablo de los efectos de uno más de los absurdos que conforman el status quo del ser humano y su ofuscado sentido de la moral. Un precepto establecido desde tiempos antiguos (en ciertas culturas) que se fue incorporando con el paso de los años en el paradigma social aceptado principalmente por occidente. Una noción que en nuestra sociedad actual se mantiene como norma absoluta y pilar de la misma, a pesar de la hipocresía que esto conlleva en muchos casos: la monogamia.

Del griego monos (uno solo) y gamos (matrimonio, unión), la monogamia, según la Real Academia Española, es –además de su primera y obvia acepción como cualidad de monógamo– el “régimen familiar que veda la pluralidad de esposas.” La definición es tan limitada como la idea que encierra y por ende me veo obligado a profundizar para no caer en malentendidos. No hablo sólo de un “régimen familiar” (matrimonio), ni del caso de un sólo sexo u orientación sexual (puesto que la definición se concentra en la “pluralidad de esposas” únicamente). Englobo en este término todo tipo de relación sexual, afectiva o conyugal entre dos humanos y sus diferentes variantes o combinaciones. Así pues, entiendo al monógamo como aquel que elige amar, tener sexo o comprometerse con una sola pareja a la vez.

Vale la pena preguntarse antes que nada, ¿cómo surge la monogamia? ¿Es una práctica natural de nuestra especie o se trata de un constructo social? Pues bien, por el lado biológico existen todo tipo de teorías. Algunas de ellas aseguran que los primates comenzaron a practicar la monogamia para asegurarse de que otros machos de la comunidad no mataran a sus crías. Otros científicos postulan la idea que no se dio por la protección de las crías, sino de la pareja, a la cual no se le despegaban por temor a perderla. Hay incluso algunas otras teorías que se refieren a la evolución de los aparatos reproductores masculinos como la razón de que el sexo –específicamente hablando, el coito– de nuestros antepasados comenzara a durar cada vez más, lo cual fue generando un sentimiento de intimidad y cercanía que pudo haber dado origen a la monogamia. Por otro lado, enfocándonos más en la dimensión cultural y social del ser humano, hay también una serie de posibles explicaciones que adjudican sobre todo a los conceptos de propiedad y herencia de bienes materiales la predilección del hombre por tener una sola pareja que le provea descendientes legítimos los cuales recibirían su legado. La lista de conjeturas y especulaciones al respecto se alarga de manera casi interminable, pero el punto aquí es que no hay sólo una respuesta sino muchas. Por lo tanto es seguro decir que –con base en sus ambiguos orígenes y su práctica parcial entre la población– la monogamia no es una cualidad intrínsecamente humana. ¿Así que por qué nos arraigamos a ella con tanta convicción desde antes de saber amarrar nuestras agujetas, cuando caminábamos mano en mano con nuestro novio o novia de preprimaria? Todo se reduce, desde mi óptica, a un concepto: inseguridad.

Una de las principales razones por la cual uno toma la decisión consciente de ser monógamo sigue más o menos un tren de ideas como: “no voy a tener sexo con ninguna otra persona porque no quiero que mi pareja lo haga tampoco.” La idea de que nuestra pareja sea capaz de desear alguien más nos llena de dudas sobre nosotros mismos, aunque estamos conscientes de que nosotros mismos no podemos evitar tampoco sentir atracción hacia otros a pesar de nuestro profundo enamoramiento. Detrás de los celos que puede desencadenar una sola mirada de nuestra pareja en dirección a otro hombre o mujer se esconde un “no soy suficiente para él o ella.” Esta es, me parece, la causa primordial por la cual la gente se niega a explorar más allá de los límites de la monogamia: se asocia con la admisión de una carencia. De esta manera, basamos el compromiso principal de nuestra relación no ya en el amor y devoción que nos profesamos, sino en el miedo, el miedo de estar incompletos, de perder al otro, del abandono. No nos damos cuenta de que la verdadera carencia es valerse de un contrato social para mantener un sofocante lazo alrededor de nuestra pareja, en lugar de confiar en que permanezca a nuestro lado por todo lo que tenemos que ofrecer, no sólo en el ámbito sexual sino en todo lo demás. Este tipo de actitudes posesivas son las que a la larga erosionan más gravemente nuestras relaciones y no es raro que las lleven a su fin.

La inseguridad también se manifiesta en nuestra constante y fútil búsqueda de la aceptación por parte de la sociedad. La monogamia se espera de todos. Así como la gente asume la heterosexualidad de una persona al preguntar, en mi caso por ejemplo, si tengo novia en lugar de pareja (o en su defecto novia o novio), la mayoría de las personas da por hecho desde la primera cita que todo se dirige a un destino ineludible: la exclusividad. Aquel que no comparte este empeño y que en cambio manifiesta su deseo o muestra su inclinación por tener múltiples parejas sexuales será frecuentemente incomprendido y rechazado sin escrúpulos. ¿Cómo no temerle a la exploración de la sexualidad cuando se nos demuestra constantemente que será motivo de sufrimiento? Sabemos que la discriminación de género y la homofobia se apoyan en ideas como la “promiscuidad” para descalificar y marginar. Esta incomprensión y rechazo son las bases mediante las cuales operan mecanismos de control de conducta como la heteronormatividad y el machismo, están indudablemente al servicio del patriarcado. La falta de representación de relaciones alternativas o su asociación con cualidades negativas provoca en el individuo una omisión de su existencia o una obligación de reprimir sus propios anhelos para ajustarse al modo de vida aceptado, con toda la ansiedad que esto implica.

La represión de nuestra pulsión sexual genera una proclividad hacia prácticas que –a diferencia de una poligamia acordada, sana y responsable– pueden resultar sumamente dañinas no sólo para nuestra relación y nuestra pareja, sino para nuestro propio bienestar físico y mental. Un compromiso que se hace sin convicción está destinado a quebrantarse. El resentimiento que siente la persona al sentirse defraudado por la promesa de eterna felicidad de la monogamia será proyectado casi indudablemente hacia su pareja y comenzarán entonces las mentiras y los pérfidos juegos que ultimadamente nos dejan destrozados o nos convierten en seres mezquinos, faltos de empatía y consideración. Nos hacemos de amantes con los que copulamos entre sombras, siempre ocultos, resguardándonos detrás de ostentosos arreglos florales y sonrisas falsas que enmascaran nuestra culpa al dar la cara a quien se supone debería ser nuestro verdadero cómplice.

De esto hablo, de complicidad con el amado –o los amados, pues no hay que dejar fuera de la ecuación al poliamor  más que con aquellos sujetos con quienes sostenemos encuentros, esporádicos o regulares, para satisfacer necesidades principalmente fisiológicas (por esto tampoco quiero inferir que haya que considerar a estos menos dignos como personas). Hablo de tomar esa fragilidad de la que pende nuestro idilio y convertirlo en la más grande de sus fortalezas. De transformar engaño en sinceridad, incertidumbre en certeza. Ser honestos con nuestros sentimientos y fieles a nuestros deseos; compartirlos con quien hayamos elegido para acompañarnos en el momento en que nos encontramos para no tener que sentir nunca la amargura del beso corrompido, viciado, que deja peor sabor de boca que la enésima rebanada de pizza.

Finalmente, cabe aclarar una cuestión: no pretendo descalificar completamente a la monogamia como opción válida para las relaciones humanas. Habrá a quien este tipo de relación le venga de maravilla y jamás se sienta abrumado, atrapado o simplemente aburrido por su pareja. Quizás su apetito sexual simplemente no sea tan basto o realmente no sienta deseo alguno por nadie más, cada quien vive el amor y la sexualidad a su manera. Tampoco busco promover, por ejemplo, la poligamia como la única alternativa y la solución a todos los problemas y angustias que puede traer para algunos la vida monógama. Me parece simplemente que lo más sano –no sólo en este, sino en varios aspectos de la vida– es estar consciente de la existencia de las opciones más allá de lo impuesto. Hay más platillos en el menú que vale la pena probar, reavivemos las papilas gustativas.